Un error que cuesta toda una vida

Una vez me equivoqué, y ahora pago el precio toda la vida.

Lucía caminaba por las calles otoñales de Madrid, arrastrando una maleta pesada. El viento le arrancaba los cabellos, la lluvia fría mojaba su rostro, y cada paso le ardía en los pies — los tacones le habían dejado las pieles en carne viva. Pero lo que más le dolía era el corazón.

— ¿Cómo pude ser tan tonta? — musitaba, mirando los charcos bajo sus pies. — ¿Cómo pude creerle?

Seis años con Adrián. Promesas, viajes juntos, vivir en su piso, regalos, flores… Y ahora — una maleta, la calle, cero euros en la cuenta y ni un céntimo de quien juró protegerla siempre. Simplemente la echó. Con solo un: “He conocido a otra”.

Lucía no lloraba. Tenía demasiado orgullo para humillarse. Pero por dentro, sentía un vacío infinito.

Al pasar frente a un acogedor café, no pudo resistir: anhelaba un poco de calor y calma. Entró, pidió un café solo y dos pastelitos. Se sentó junto a la ventana. Por primera vez en todo el día — se detuvo. Miró a su alrededor. El local estaba lleno: mujeres con amigas, parejas, una anciana con su marido. Y allí, junto al cristal, un hombre con traje caro y un portátil, serio, concentrado.

A Lucía casi se le cayó la taza. Era él. Jorge.

El mismo Jorge al que había dejado siete años atrás por Adrián. En aquel entonces, vivía con su abuela, llevaba camisas pasadas de moda, ahorraba para un curso de programación y le pedía paciencia: “Todo mejorará”. Pero ella no quiso esperar. No quiso vivir en ese piso viejo, con el reloj de cuco y el olor a medicinas. Quería “vivir bien”. Y lo quería ya.

Y ahora ahí estaba Jorge — maduro, seguro de sí mismo, elegante. A juzgar por su apariencia, con dinero. Lucía lo miró fijamente, olvidándose del café y los dulces. Los recuerdos la inundaron: las noches en su cocina, tomando té; su abuela, callada y amable; Jorge, haciéndole tortilla y llamándola “mi princesa”.

Apretó los labios. Era su oportunidad. ¿Y si no estaba casado? ¿Y si la recordaba? ¿Y si la perdonaba?

Se levantó. Cruzó medio local. El corazón le latía con fuerza, las piernas le temblaban. Pero entonces, una voz infantil la detuvo:

— ¡Papá! ¡Papi!

Jorge se levantó y se volvió. Una niña de unos cinco años corría hacia él. Detrás, una mujer hermosa, de pelo largo. Él abrazó a su hija, besó a su esposa, y los guió hacia su mesa.

Lucía se quedó petrificada. Luego, dio media vuelta y regresó en silencio a su sitio. La maleta, los pastelitos, el café frío. El corazón le ardía tanto que solo quería gritar.

Error. Ese, el más grande. Cuando abandonas a quien te ama por una ilusión. Por alguien que habla bonito, pero traiciona sin dudar.

Ahora Jorge era feliz. Y ella no era nadie. Sin casa, sin amor, sin futuro. Solo recuerdos y una maleta en la mano.

Salió del café, cerró la puerta y de pronto lo entendió: los verdaderos errores no son elegir a la persona equivocada, sino no valorar a quienes te quisieron de verdad.

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