Un Grave Error
Almudena despertó con un dolor punzante. Había soñado algo importante, pero el dolor la distrajo y lo olvidó al instante. Nunca le había dolido tanto el vientre, ni siquiera cuando el malestar se le irradiaba a la espalda.
Permaneció quieta, escuchando su propio cuerpo. El dolor parecía ceder. Con cuidado, se sentó en la cama, pero al intentar levantarse, una nueva punzada la dobló en dos. Gritó y se deslizó al suelo. A gatas, llegó hasta la cómoda donde había dejado el móvil cargando.
Así llamó al 112, arrodillada, con una mano en el suelo para no caerse. “Tranquila, la ambulancia llegará pronto”, se repetía. “Pero… ¡la puerta! ¡Tengo que abrirla!”. Avanzó gateando hacia el recibidor. El latido del dolor quemaba en su vientre.
Intentó enderezarse para correr el pestillo, pero una nueva oleada de dolor la doblegó. Las lágrimas brotaron. Esto era lo peor de vivir sola. No la ausencia de quien te alcanzase un vaso de agua, sino la de quien abriese la puerta cuando la vida se te escapaba. Almudena se mordió el labio hasta hacerse sangre e hizo un último esfuerzo. Consiguió abrir la puerta antes de desplomarse, inconsciente.
Entre la niebla de su mente, escuchó voces lejanas, preguntas que intentaba contestar—o quizá solo lo imaginaba.
Al despertar, el sol otoñal entraba a raudales por la ventana de la habitación. Almudena se apartó, cegada, y al instante una punzada bajo las costillas la hizo encogerse. Su abdomen parecía hinchado, pero el dolor había desaparecido.
Hacía poco, al intentar cortar con Jaime otra vez, había pensado que prefería morir antes que seguir así. Sin marido, sin hijos. Sin nadie. ¿Para qué vivir? Pero esa noche, agarrada a la vida, comprendió lo aterrador que era morir así, de repente, sola.
—¿Despierta? Ahora llamo a la enfermera.
Almudena giró la cabeza hacia la voz. En la cama contigua había una mujer entrada en carnes, de edad incierta, con una bata de franela azul y flores amarillas.
Poco después, entró una enfermera.
—¿Cómo se encuentra? —preguntó, joven y sonrosada. ¿O era el efecto del cofia rosado?
—Bien… ¿Qué me ha pasado?
—El médico vendrá a explicárselo —dijo la chica antes de salir.
Almudena vio su larga trenza castaña hasta la cintura. “¿Todavía hay quien lleva trenzas?”, pensó.
—Estás en ginecología. Llegaste hace dos horas. Vaya sueño que tenías, chiquilla —comentó su compañera de habitación.
“Chiquilla”. Últimamente, en las tiendas y el autobús, la llamaban “señora” o “ciudadana”. Se sentía vieja. Pero ¿qué vieja? Solo tenía cuarenta y dos. Quizá por eso, cuando le presentaban a algún candidato, se negaba: “Mi momento ya pasó”. Y por eso intentaba dejar a Jaime, aunque él siempre volvía.
—¿Cómo se encuentra? —Entró un médico de unos cincuenta años.
—Doctor, ¿qué me ha pasado? ¿Me operaron? Siento como si me hubieran inflado.
—González, a curas —le dijo a su compañera.
La mujer se levantó, se ajustó la bata y salió rezongando. Almudena agradeció la mirada cansada del médico.
—Le practicamos una laparotomía. Tenía un embarazo ectópico. La trompa se rompió.
—¿Cómo? —casi salta de la cama, pero el dolor la detuvo.
—¿Qué le sorprende?
—A mí… me diagnosticaron infertilidad.
—Eso no descarta un embarazo ectópico. O incluso uno normal. La vida está llena de milagros. Créame. Quédese unos días.
—¿Puedo levantarme?
—Debe. Pero sin pasarse —dijo antes de marcharse.
Almudena digería la noticia. Le habían dicho que no podía tener hijos. Su marido la abandonó por eso—aunque en realidad fue excusa para sus infidelidades. “¿Puedo quedarme embarazada? ¿Estoy loca? Con cuarenta y dos años…”. Se interrumpió. “¿Por qué no le pregunté al médico?”.
Se sentó, calzó las zapatillas que estaban junto a la cama y se enfundó la bata que colgaba allí—seguramente traída por la ambulancia. Notó un peso en el bolsillo: las llaves y el DNI. “Al menos cerraron la puerta”.
Al no encontrar un espejo, se alisó el pelo con la mano y salió al pasillo. Llegó hasta la puerta del “Consultorio Médico”, pero estaba cerrada con llave. Siguió hacia el puesto de enfermería, aunque el mareo y las náuseas la obligaron a sentarse en un banco del vestíbulo.
“¿Se alegraría Jaime si supiese que podía embarazarme?”. Se conocieron hacía cinco años. Él era casado, con un hijo pequeño. Su romance fue intenso. Almudena no esperaba nada. Intentó dejarlo mil veces, pero él siempre regresaba. Primero prometió dejar a su mujer cuando la niña creciese, pero la niña ya iba al cole y él seguía allí. Almudena ya no preguntaba.
Su reflexión se interrumpió al oír su apellido.
—¿Te imaginas? Durante la operación, Serrano encontró un tumor. Enorme.
Reconoció la voz de la enfermera de la trenza.
—¿Y? —preguntó otra voz.
—Nada. La cosieron y listo. Serrano dijo que era fase terminal. Mañana la llevan a oncología. Y no es vieja… Dijo que le queda poco.
—Qué pena.
Almudena dejó de oír. Las palabras “tumor” y “terminal” retumbaban en su cabeza. Un sudor frío la recorrió. “Dios mío, hablan de mí. ¿Tengo cáncer? ¿Por qué el médico no me lo dijo?”.
Temblando, regresó a su habitación y lloró hasta quedarse sin fuerzas.
Al volver, su compañera la encontró llorando.
—¿Qué pasa? ¿Llamo a alguien?
—No hace falta. —Almudena salió y bajó a la calle.
Era un día soleado. Los pacientes paseaban por el jardín. Nadie la miró.
“No iré a oncología. ¿Poco tiempo? Recuerdo a mi madre… Quimioterapia, decaimiento… No quiero eso”. Miró el hospital. No tenía pertenencias, solo las llaves y el DNI en el bolsillo. Decidió marcharse.
Caminó despacio, sentándose en los bancos del camino. Hacía frío—era septiembre—, pero no le importó.
En casa, se duchó, lavó la ropa hospitalaria y preparó un té fuerte. El dolor era tolerable.
Lloró, luego se sumió en la apatía. ¿Qué había logrado en la vida? ¿Quién la enterraría?
Tres días después, se levantó sintiéndose bien. Se miró al espejo. Su madre había enflaquecido y amarilleado antes de morir. Ella no. Siempre había sido delgada—divorcio, enfermedad de su madre, entierro, la tortura con Jaime… Aunque con él también fue feliz. Tomó el móvil y lo bloqueó.
Revisó el piso. Debía hacer testamento. Lo dejaría todo a su prima. Solo tenía un anillo y unos pendientes. Toda la vida quiso un abrigo de piel y nunca se lo compró.
Con sensación de deber cumplido, hizo unos huevos fritos y comió con apetito.
Esa noche soñó con su madre, sana, mirándola con reproche. “Mamá, ¿qué hice mal?”.Al día siguiente, mientras tomaba el sol en el balcón, sonrió al darse cuenta de que la vida—con todos sus errores y sorpresas—aún le deparaba mañanas cálidas como ésta.