Una Brizna Fría y un Destello de Compasión
El viento aullaba aquella gélida noche de invierno, un aguacero inclemente empapaba mi suéter gastado y se colaba hasta los huesos. Avanzaba por la acera resbaladiza hacia el supermercado, sintiendo el frío morderme con cada paso. Mis zapatillas chapoteaban y me envolví más en el abrigo, murmurando: “Sigue adelante, Lucía”. Mi madre solía decir: “Las penas con pan son menos”.
A mis 23 años, nunca pensé que acabaría sintiéndome tan perdida, sobreviviendo con solo 50 euros en mi cuenta. La vida se había convertido en viajes de trabajo interminables, turnos agotadores en la tienda de deportes del centro y el dolor silencioso de la pérdida. Tras la muerte de mis padres en un accidente de coche, mis sueños se esfumaron. De pronto, todo se vino abajo: préstamos estudiantiles, el alquiler y una desesperanza constante.
En el supermercado, cogí una cesta y recorrí los pasillos, contando cada céntimo. Entre latas, me detuve ante una de sopa de tomate, la favorita de mi madre. “Dios, mamá, ojalá estuvieras aquí”, susurré. Sabías hacer magia con casi nada.
En la caja, un hombre demacrado, de unos cincuenta y tantos, contaba monedas con manos temblorosas. “Lo siento… me falta un poco…”, musitó. Sin pensarlo, adelanté unos billetes arrugados. Sus ojos brillaron: “Gracias. No comes en dos días cuando no tienes nada”. Le sonreí: “A veces, un gesto pequeño lo es todo”. Se marchó bajo la lluvia, y nunca supe su nombre.
Un Mensaje Que Lo Cambió Todo
Esa noche, en mi minúsculo piso, rebuscando en el bolsillo del abrigo, encontré su nota arrugada:
*”No sabes cuánto me salvaste. Y ya lo hiciste una vez hace tres años. En la Cafetería Luna.”*
El corazón me dio un vuelco. Recordé aquel día de tormenta en la cafetería, refugiada entre el bullicio. Un hombre empapado entró, desesperado. La camarera iba a echarlo, pero algo en su mirada me detuvo. Le compré un café y un cruasán. Un gesto insignificante para mí, pero quizás no para él.
Al día siguiente, desperté con una determinación nueva. Aunque mi vida era un caos—trabajos precarios, duelos sin cerrar—, aquella nota me recordó que hasta en la oscuridad brilla una lucecita.
El Día del Reencuentro
Pasaron semanas hasta que, volviendo del trabajo, vi al mismo hombre—Marcelino—y su perro callejero junto al kebab de la esquina. Tiritaban bajo un farol. Sin dudarlo, pedí dos kebabs y cafés. El dueño refunfuñó: “¡Esto no es un comedor social!”. Pagué los 15 euros sin pestañear.
Al entregárselos, Marcelino me apretó la mano: “Dios te lo pague, niña”. Y entonces me dio otra nota: “Léela en casa”.
Esa noche, en el sofá, la abrí con pulso tembloroso:
*”Gracias por salvarme otra vez. Hace tres años, en la Cafetería Luna, me diste calor. Hoy me diste esperanza.”*
No pude evitar llorar. Quizás las segundas oportunidades existen.
Un GiAl año siguiente, Marcelino entró como cliente en la tienda donde trabajaba, vestido con un traje impecable y una sonrisa que me devolvió toda la fe que alguna vez había perdido.