Un Encuentro Inesperado: Cuando el Destino Surgió de un Charco

El suceso que lo cambió todo: cómo el destino llegó salpicado de un charco

En la cocina, con una taza de té y un trozo de pastel de chocolate, Lucía y su abuela Carmen disfrutaban de una tranquila tarde. Un cumpleaños de 75 años no es cualquier cosa: la fiesta familiar ya había terminado, los invitados se habían marchado, y ese momento a solas era el más especial.

—Abuela, siempre dices que los hombres se enamoran por los ojos —comenzó Lucía, bajando la mirada—. Entonces dime, ¿qué falla en mí?

—Nada falla, cariño —respondió Carmen con firmeza—. Eres inteligente, guapa, amable y educada. ¿Qué más se puede pedir?

—Entonces, ¿por qué estoy sola? Ya tengo veinticinco, abuela… Mis amigas tienen familias, hijos, y yo… como si estuviera atascada.

—No has encontrado a la persona adecuada, eso es todo —sonrió la abuela con cariño—. Pero hubo alguien, ¿recuerdas? ¿Cómo se llamaba… Javier?

—Sí —asintió Lucía—. Hasta que descubrí que estaba casado. Se fue tan callado como llegó.

—Hiciste bien en echarlo —refunfuñó la abuela, arrugando la servilleta—. Los casados no son para el amor, son para el dolor ajeno. Pero tu felicidad te encontrará, ya lo verás.

Al día siguiente, la mañana amaneció con un ligero frío. Lucía iba hacia el trabajo con un nuevo abrigo blanco, esquivando charcos y placas de hielo. Sus pensamientos estaban lejos, hasta que una ola de agua sucia la empapó por completo.

Su abrigo claro se tornó grisáceo en un instante. Lucía se quedó paralizada, sintiendo cómo las lágrimas le nublaban la vista.

—¡Perdón! —gritó un hombre con un abrigo elegante, acercándose—. No te vi, lo siento mucho. ¿Estás bien?

—¡Las disculpas no me van a secar! —exclamó ella, conteniendo el llanto—. ¿Cómo voy a ir así a la oficina?

—Déjame llevarte. Y de paso, al lavado en seco. Te prometo que tu abrigo quedará como nuevo. Por cierto, soy Álvaro.

—Lucía…

La ayudó a cruzar la calle, abrió la puerta de su coche y la llevó primero a la oficina, y luego el abrigo a la tintorería. El día pasó lento, pero Lucía se dio cuenta demasiado tarde de que no había pedido el número de Álvaro. ¿Cómo lo encontraría ahora?

Esa misma tarde, al salir del trabajo y mientras esperaba un taxi, escuchó una voz conocida:

—¡Lucía!

Era un hombre con un ramo de flores. Javier. El mismo de antes.

—¡Tenemos que hablar!

—¡No tenemos nada de qué hablar! —respondió ella con firmeza—. ¡Vuelve con tu mujer!

—No me iré así —la agarró del brazo—. Lucía, escúchame…

—¡Suéltala! —rugió una voz detrás de ella.

Era Álvaro. Serio, decidido, imponente. Le colocó sobre los hombros el abrigo ya limpio y se encaró con Javier:

—Ella es mi mujer. No la toques.

—¿Qué? —Javier parecía confundido—. ¿Desde cuándo?

—Todo está bien, Álvaro —sonrió Lucía—. Ni siquiera lo conozco.

Al subir al coche, ella susurró:

—Gracias. Me salvaste.

—Tonterías —sonrió él—. Pero espero al menos una cena a cambio del abrigo.

—Yo pensaba en algo más… como una boda —respondió Lucía.

Seis meses después, en la misma casa donde la abuela Carmen había celebrado su cumpleaños, la familia se reunió de nuevo, esta vez para la boda de Lucía y Álvaro.

Y solo una sonreía con complicidad en la mirada: Carmen.

—¿Ves, Lucita? —susurró a su nieta—. El destino te encuentra hasta en un charco.

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