Un encuentro inesperado

**Un Encuentro Fuera de lo Común**

En el cumpleaños de Isabel Martínez, familiares y amigos se reunieron para celebrar sus sesenta años. No era ni joven ni vieja, pero tampoco se consideraba una persona mayor; seguía llena de energía y proyectos. Siempre decía con una sonrisa:

—Todavía me queda pólvora en la recámara, y hasta puedo compartir—.

El café estaba lleno: su marido, sus dos hijos con sus esposas, parientes y antiguos compañeros de trabajo. Ya no volvería a la oficina; después de décadas como jefa de contabilidad, se había despedido con un:

—No os preocupéis, os visitaré… pero la verdad, no sé qué haré en casa, sin trabajar. Pero así es la vida, y ahora me toca a mí—.

Sus colegas la admiraban, siempre dispuesta a ayudar con sabios consejos. El director lamentaba perder a una profesional tan valiosa, pero las normas eran las normas. Todos la extrañarían:

—Isabel, no te dejaremos en paz, te llamaremos cada dos por tres. ¿Quién te iba a aconsejar?— decían entre risas al despedirla.

—Llamadme, chicas, no me importa—.

Ahora, en el café, todos lucían felices, y la cumpleañera parecía más joven que nunca. Llevaba un vestido largo color café con leche, un collar de piedras naturales y unos zapatos de tacón bajo, algo que hacía tiempo no usaba.

—Mamá, qué guapa y joven estás—, decían sus hijos mientras le entregaban enormes ramos de rosas.

—Gracias, mis amores—, respondía abrazándolos.

La celebración fue un éxito. Su marido, Francisco, no apartaba los ojos de ella, radiante como nunca. Llevaban casi cuarenta años juntos, una vida tranquila y llena de cariño, criando a dos hijos ejemplares. Ahora era momento de disfrutar.

—Paco, ¿por qué no te jubilas también? Ya basta de madrugar—, le decía Isabel.

—Veremos, Isa. No sé estar sin trabajar, pero si la salud lo permite, seguiré hasta los setenta. Nuestra generación no sabe estar quieta—.

—Tienes razón, nos criaron así—.

Al día siguiente, Isabel se levantó temprano. Sus hijos, sus nueras, su hermana y su anciana madre seguían en casa. La vivienda, construida por Francisco con materiales de su empresa, era espaciosa y acogedora. Mientras preparaba un pastel de cerezas en la cocina, pensaba:

—Me encanta recibir a la familia, aunque luego la casa quede demasiado grande para nosotros dos—.

Francisco apareció sonriente:

—Isa, ¿ya estás en pie? Ya has cumplido los sesenta, deberías descansar más—.

—¿Y quién va a preparar el desayuno?— replicó ella, sirviendo un abundante café con tostadas. Francisco, como siempre, bromeaba:

—El desayuno es para uno, el almuerzo para compartir…

—¿Y la cena?— preguntó Isabel.

—La cena también me la tomo yo—, respondió él, y ambos se rieron.

Poco a poco, los invitados se reunieron en la cocina. Su hermana, Rosa, admiraba la casa:

—Qué bonito tenéis todo, tan ordenado. Enhorabuena, Isa—.

—Todo gracias a Paco, él es el artífice—, dijo Isabel, acariciando el pelo de su marido.

Francisco, mirándola con ternura, añadió:

—Ella es mi mejor motivación. Juntos, somos imparables—.

—Tenéis mucha suerte—, comentó Rosa.

—La verdad es que sí—, asintió Francisco. —No quiero ni pensar cómo sería mi vida si no nos hubiéramos conocido… y menos de esa manera—.

Todos rieron, recordando la peculiar historia.

—Cuéntala otra vez—, pidió el hijo menor. —Mejor tú, papá, que lo haces más divertido—.

En sus años de universidad, Francisco e Isabel se conocieron en un autobús abarrotado. Él, repasando apuntes, sintió un roce en el brazo: era el cobrador. Le dio unas monedas y recibió un billete de una peseta de vuelta. Al guardarlo, notó que su mano entraba en un bolsillo ajeno.

Isabel, que viajaba hacia su residencia, sintió una mano en su bolsillo derecho.

—¡Qué descarado!— pensó, sujetando con fuerza la mano del intruso.

—¡Suéltame!— susurró.

—¡Son mis ahorros!— gritó ella, alertando a los pasajeros.

En la confusión, Isabel logró arrebatarle el billete y bajó corriendo en la siguiente parada. Al abrir la mano, vio que no era su duro, sino la peseta de Francisco, quien la miraba divertido.

—¿Ahora entiendes?— dijo él.

Ella, al revisar su bolsillo, encontró su dinero intacto y se echó a reír, avergonzada.

—Parece que peleé por tu peseta—, admitió.

Francisco quedó prendado de su risa contagiosa.

—Me llamo Francisco—, dijo, tendiéndole la mano.

—Isabel—, respondió ella.

—Lo sabía. Eres luminosa, como tu nombre—.

El autobús se había ido, pero ellos siguieron hablando.

—¿Saliste tras mí por tu dinero o porque era tu parada?— preguntó ella.

—Las dos cosas. ¿Quedamos aquí mañana a las siete y media?—

—Sí, pero no llegues tarde—, advirtió Isabel.

Al día siguiente, Francisco cumplió su palabra. Desde entonces, no se separaron.

—Todo por una peseta—, comentaban los invitados entre risas. —Un encuentro fuera de lo común—.

Isabel y Francisco sonreían, agradecidos por aquel robo fallido que los unió para siempre. A veces, la felicidad llega por los caminos más inesperados.

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Un encuentro inesperado