**Un Encuentro Inesperado**
En el cumpleaños de Lucía Fernández se reunieron familiares y amigos para celebrar sus sesenta años. No era exactamente joven, pero tampoco se consideraba mayor. Demasiado activa y resuelta para eso. Desde siempre, todo le salía bien, y solía bromear:
Aún tengo pólvora en la recámara, hasta puedo compartir, decía entre risas.
El café estaba lleno: su marido, sus dos hijos con sus esposas, parientes y antiguos compañeros de trabajo. Ya no volvería a la oficina, aunque en la empresa donde había sido contable durante décadas, todos la recordarían.
No es un adiós, vendré a visitaros Aunque no me imagino en casa, jubilada. Pero tarde o temprano a todos nos llega, comentó con una sonrisa resignada.
Sus colegas la admiraban. Era una mujer de gran corazón, siempre dispuesta a ayudar. El director lamentaba perder a una profesional tan valiosa, pero las normas eran las normas. Sus compañeras, entre risas, le prometieron:
Lucía, no te dejaremos en paz, te llamaremos. ¿Quién nos va a aconsejar?
Llamadme, chicas, no me importa
Y allí estaban, todos elegantes y felices, celebrando. La cumpleañera, tan radiante, parecía rejuvenecida. Lucía llevaba un vestido largo color café, un collar de piedras naturales y unos zapatos de tacón bajo. Hacía tiempo que no los usaba, pero hoy era un día especial.
Mamá, qué guapa y joven estás, le decían sus hijos, entregándole dos enormes ramos de rosas.
Gracias, mis tesoros, respondía abrazándolos uno tras otro.
La fiesta fue un éxito. Su marido, Pablo, no apartaba los ojos de ella. Llevaban cuarenta años juntos, una vida tranquila y llena de amor. Habían criado a dos hijos ejemplares y ahora podían disfrutar el uno del otro.
Pablo, deberías jubilarte también. Ya basta de trabajar, insistió Lucía.
Veremos, cariño. Nuestra generación no sabe estar sin trabajar. A lo mejor sigo hasta los setenta Si el cuerpo aguanta, respondió él con una sonrisa.
Tienes razón. Nos educaron así
Al día siguiente, Lucía se levantó temprano. La casa, una amplia construcción de dos pisos que Pablo había levantado con ayuda de su equipo de construcción, estaba llena de invitados. Su hermana, su anciana madre y los hijos con sus parejas se quedarían hasta el atardecer, así que se afanaba en la cocina preparando un pastel de cereza, el favorito de sus chicos.
Madre mía, no paras, dijo Pablo al entrar. Ya has cumplido sesenta, deberías cuidarte más.
¿Y quién va a ocuparse de todo?, rió ella, sabiendo que su marido conocía bien su carácter inquieto.
Poco a poco, los invitados fueron despertando y reunidos en la cocina, el ambiente se llenó de alegría.
Qué bonito tenéis todo, comentó Ana, su hermana. Orden, limpieza, y ese jardín tan cuidado. Enhorabuena, Lucía.
¿Yo? Sin Pablo no habría sido posible. Él es mi gran apoyo, dijo acariciando el pelo de su marido.
Pablo, mirándola con ternura, añadió:
Mi Lucía es incansable, y a mí me arrastra. Juntos, ya se sabe, podemos con todo
Qué suerte habéis tenido los dos, suspiró Ana.
Sí, la verdad, asintió Pablo. No me imagino cómo habría sido mi vida si no la hubiera conocido aquel día.
Todos rieron, conocían bien la historia.
Vamos, papá, cuéntala otra vez, pidió el hijo menor. Tú lo haces más divertido.
Y Pablo comenzó:
En sus años de universidad, un curioso incidente los unió en el autobús. Pablo volvía a casa después de clase, repasando apuntes entre la multitud. Hacía una semana que había roto con su novia, Claudia, después de que su madre advirtiera:
Hijo, esa chica no me gusta. Hay algo calculador en su mirada
Absorto en sus apuntes, Pablo sintió un leve toque en el brazo. Era la revisor