**Diario personal**
Llevo dieciséis años buscando a mi hija desaparecida, sin saber que, desde hace tiempo, vive y trabaja bajo mi propio techo…
Lucía lloraba desconsolada, hundiendo el rostro en la almohada. Sus sollozos desgarraban el silencio de la habitación. Javier no podía quedarse quieto—paseaba de un lado a otro, intentando entender cómo había podido ocurrir algo así.
—¿Cómo se pierde a un niño? —preguntó, conteniendo la ira.
—¡No la perdí! —exclamó Lucía—. Estábamos sentadas en el banco, Sofía jugaba en el arenero. Había muchos niños alrededor, tú lo sabes. ¡Nadie puede vigilar a cada uno las veinticuatro horas! Luego, todos se fueron… Busqué por todas partes, revisé cada rincón, y después te llamé.
Su voz tembló de nuevo, y rompió a llorar con más fuerza. Javier se detuvo, se sentó a su lado y le apoyó una mano en el hombro con cuidado.
—Perdona —dijo, más suave—. Lo entiendo. No fue un descuido. Se la llevaron. Pero la encontraré. Lo juro.
La búsqueda de la niña de cinco años comenzó de inmediato. La policía trabajó día y noche, registrando patios, sótanos, parques y zonas boscosas. Todo el esfuerzo fue en vano—no había ni un rastro. Era como si se la hubiera tragado la tierra.
Javier envejeció diez años en una noche. Recordaba la promesa que le hizo a su esposa enferma: haría que Sofía fuera la niña más feliz del mundo, que la protegería con su vida. Dos años después de la muerte de su primera mujer, se casó con Lucía. Ella insistió—decía que Sofía necesitaba cuidados femeninos. La relación entre la niña y su madrastra nunca fue buena, pero él creyó que era cuestión de tiempo.
Durante un año, apenas salió de su encierro. A veces se perdía en el alcohol, otras veces lo evitaba por completo. Mientras, la empresa la gestionaba su joven esposa, y a Javier le daba igual. Lo único que hacía cada día era llamar a la policía. Siempre la misma respuesta: «No hay novedades».
Exactamente un año después de la desaparición, Javier volvió al parque donde todo comenzó. Las lágrimas le caían por las mejillas.
—Un año… Justo un año sin ella…
—Bien hecho, llora. Las lágrimas limpian el alma —dijo una voz a su lado.
Javier se sobresaltó. Era doña Carmen, la portera del barrio, que llevaba allí tanto tiempo como el exclusivo residencial. Parecía eterna—ni envejecía ni rejuvenecía, como parte del paisaje.
—¿Y ahora cómo sigo?
—No como hasta ahora. Ya ni pareces humano. Si Sofía aparece, ¿qué pensarás mostrándote así? Además, ¿qué estás haciendo con la gente?
—¿De qué hablas? ¿Qué tiene que ver la gente?
—Que tu mujer está vendiendo la empresa. La gente se queda sin trabajo. Les diste esperanza y ahora los tiras a la calle como basura.
—Eso no puede ser…
—Pues así es. Y hasta podría envenenarte, entonces tu hija no tendría a quién volver.
Doña Carmen se levantó y se fue sin despedirse, arrastrando la escoba por el asfalto.
Javier permaneció un rato más, luego caminó lentamente hacia casa. En una hora, se arregló. Al mirarse al espejo, se estremeció—allí había un anciano: demacrado, ajado, irreconocible.
Subió al coche, que no conducía desde hacía un año, y se dirigió a la oficina. Algo en su interior palpitaba—sentía que volvía a la vida.
En la entrada, una chica joven miraba videos en su teléfono, sin molestarse en mirarlo. En el segundo piso, en lugar de su fiel secretaria, Isabel Martínez, había una recién llegada, demasiado maquillada. Al verlo, intentó detenerlo:
—¡No puede pasar!
Pero él la apartó y entró. La sorpresa lo esperaba dentro: Lucía estaba sentada en el regazo de un hombre joven. Al ver a su marido, saltó, arreglándose la ropa.
—¡Javi! ¡Puedo explicarlo!
—Fuera. Tienes dos horas para desaparecer de la ciudad.
Lucía huyó, y su acompañante, pálido y sudoroso, la siguió. Javier añadió con frialdad:
—Eso incluye a usted.
Minutos después, reunió a los jefes de departamento. Llamó a Isabel, que había dejado el trabajo después de que Lucía cambiara a todo el personal clave.
—Intenté llamarle, pero no contestó —dijo ella.
—Vuelva. La necesitamos.
Así comenzó el renacimiento de la empresa. Javier pasó casi dos días enteros en la oficina, reorganizando todo, recuperando contactos, despidiendo traidores. Al volver a casa, sonrió con ironía—Lucía se había llevado todo lo valioso. Pero no le importaba. Solo esperaba que no se cansara. Ya había bloqueado su acceso a las cuentas bancarias.
Sus conocidos movían la cabeza—¿dónde estaba aquel hombre amable y conciliador? Ahora solo quedaba un empresario frío e implacable.
Cinco años después, la empresa prosperaba. Diez años más tarde, era líder regional, absorbiendo competidores. No solo lo respetaban—lo temían. Solo tres personas veían su verdadero rostro: Isabel, la ama de llaves Valentina, y doña Carmen. Sabían que tras la máscara se escondía un dolor que nunca superó.
Una tarde, Valentina entró en su despacho.
—Don Javier, ¿puedo molestarle un momento?
—Pase, claro.
Dejó los documentos, se estiró y sonrió:
—¿A qué huele? ¿Tortitas?
Ella rio:
—Adivinó. Me parece que las hace a propósito para que no pueda negarme.
—Quizá. ¿Necesita algo?
—Don Javier, desde que nos mudamos a la nueva casa, no doy abasto. Es muy grande, el jardín, las flores… Y ya no soy joven.
Él la miró con preocupación:
—¿Quiere irse?
—¡No, qué va! Solo pido permiso para contratar ayuda.
Javier frunció el ceño—odiaba los cambios, especialmente en su refugio.
—Valentina, ya sabe cómo soy…
—Lo sé, don Javier. Pero usted también entienda—la casa anterior era pequeña. Esta es un palacio.
Asintió, reflexivo. Era justo.
—De acuerdo. Pero que sea discreta. Nada de ruidos.
—¿En quince años le he fallado alguna vez?
—Nunca —sonrió—. ¿Y esas tortitas?
—Ay, me conoce bien —rió Valentina.
Al día siguiente, Javier no fue a la oficina. Como cada año, fue al parque donde todo comenzó. Allí donde, un día cualquiera, su hija desapareció. Cada año, como un ritual, se sentaba en el banco, miraba a los niños, al cielo, a veces lloraba, pero casi siempre callaba. Al atardecer, volvía a casa, se encerraba en su despacho y permitía un poco de whisky—el único día en que dejaba salir el dolor.
Pero esa noche, una sorpresa lo esperaba.
—Aquí guardamos los productos de limpieza, aquí los trapos… —oía la voz de Valentina.
Javier arrugó la nariz. ¿Por qué justo hoy traía a alguien?
Antes de poder retirarse, dos figuras salieron de la sala: Valentina y una chica frágil de unos diecinueve años. Al notar su mirada, la joven se apartó un mechón de pelo con timidez.
Su corazón se encogió. Algo en ese gesto, en sus ojos, le golpeó profundamente.
—Don Javier, esta es Alba, mi ayudante