El empresario llevaba dieciséis años buscando a su hija desaparecida, sin saber que ella llevaba mucho tiempo viviendo y trabajando en su propia casa…
Marisol lloraba desconsolada, hundiendo el rostro en la almohada. Sus sollozos desgarradores rompían el silencio de la habitación. Alejandro no podía estarse quieto—paseaba de un lado a otro, tratando de entender cómo había podido pasar algo así.
—¿Cómo se pierde a un niño? —preguntó, conteniendo la rabia.
—¡No la perdí! —exclamó Marisol—. Estábamos sentadas en el banco, Lucía jugaba en el arenero. Había muchos niños, ya lo sabes. ¡No se puede vigilar a todos las veinticuatro horas! Luego todos se fueron… Revisé todo, metro a metro, y luego te llamé.
Su voz tembló de nuevo y rompió a llorar con más fuerza. Alejandro se detuvo, se sentó a su lado y le puso una mano en el hombro con cuidado.
—Perdóname —dijo, más suave—. Lo entiendo. No fue un descuido. Se la llevaron. Y los encontraré. Lo juró.
La búsqueda de la niña de cinco años comenzó de inmediato. La policía trabajó sin descanso, revisando patios, sótanos, parques y zonas boscosas. Todos los recursos se volcaron en encontrarla, pero no había ni rastro. Parecía que la niña se había esfumado, como tragada por la tierra.
Alejandro envejeció diez años en una noche. Recordaba la promesa que le había hecho a su primera esposa, enferma: que Lucía sería la niña más feliz del mundo, que la protegería más que a su propia vida. Dos años después de su muerte, se casó con Marisol. Ella insistió—decía que Lucía necesitaba afecto femenino. La relación entre la niña y su madrastra nunca fue buena, pero Alejandro creía que era cuestión de tiempo.
Un año entero estuvo al borde del abismo. Unas veces se hundía en la bebida, otras ni siquiera probaba el alcohol. Mientras tanto, su joven esposa llevaba las riendas de la empresa, y a él le daba igual. Lo único que hacía cada día era llamar a la policía. Y siempre recibía la misma respuesta: «No hay novedades».
Justo un año después de la desaparición, Alejandro volvió al parque donde todo empezó. Las lágrimas le rodaban por las mejillas.
—Un año… Un año entero sin ella…
—Bien hecho, llora. Las lágrimas limpian el alma —dijo una voz a su lado.
Alejandro se sobresaltó. A su lado estaba la tía Carmen, la conserje del barrio, que llevaba allí tanto como el exclusivo residencial. Parecía eterna—ni envejecía ni rejuvenecía, solo era parte del paisaje.
—¿Y ahora cómo sigo?
—No como hasta ahora. Pareces un fantasma. Si Lucía aparece, ¿qué va a pensar de ti? Y además, ¿qué estás haciendo con la gente?
—¿De qué hablas? ¿Qué tiene que ver la gente?
—Que tu mujer está vendiendo la empresa. La gente se queda sin trabajo. Les diste esperanza y ahora los tiras a la calle como basura.
—Eso no puede ser…
—Pues así es. Y hasta podría envenenarte, para que tu hija no tenga a quién volver.
La tía Carmen se levantó y se fue sin despedirse, arrastrando la escoba por el asfalto con indiferencia.
Alejandro se quedó un rato más, luego volvió a casa. En una hora se arregló. Al mirarse al espejo, se estremeció—allí estaba un anciano: flaco, demacrado, irreconocible.
Subió al coche, que llevaba un año sin usar, y fue a la oficina. Todo en él temblaba—sentía que volvía a la vida.
En la planta baja, en lugar de la recepcionista de siempre, había una chica joven viendo vídeos. Ni siquiera lo miró. En el segundo piso, en vez de su fiel secretaria Lidia, una recién llegada maquillada hasta las cejas intentó detenerlo:
—¡No puede pasar!
Pero él la apartó y entró. La sorpresa lo esperaba dentro: Marisol estaba sentada en las rodillas de un hombre joven. Al verlo, saltó y se arregló la ropa con prisas.
—¡Alejandro! ¡Puedo explicarlo!
—Fuera. Tienes dos horas para desaparecer de la ciudad.
Marisol salió corriendo, y su acompañante, pálido y sudoroso, se escurrió tras ella. Alejandro añadió en tono gélido:
—Eso incluye a usted.
Minutos después, reunió a todos los jefes de departamento. Llamó a Lidia, que se había ido cuando Marisol cambió a todo el personal clave.
—Intenté llamarle, pero no contestó —dijo ella.
—Vuelva. La necesitamos.
Así comenzó la resurrección de la empresa. Alejandro pasó casi dos días sin salir de la oficina, poniendo todo en orden, recuperando contactos, despidiendo a los traidores. Al volver a casa, sonrió con amargura—Marisol se había llevado todo lo valioso. Pero no le importaba. Solo esperaba que no se rompiera la espalda. Ya había bloqueado su acceso a las cuentas bancarias.
Sus conocidos meneaban la cabeza: ¿qué había sido del hombre afable y conciliador? Ahora solo quedaba un empresario frío y decidido, que no daba marcha atrás.
Cinco años después, la empresa prosperaba. Diez años más tarde, era líder en la región, absorbiendo a la competencia. No solo lo respetaban—le tenían miedo. Pero tres personas veían tras la máscara: Lidia, la ama de llaves Valentina y la tía Carmen. Sabían que tras la frialdad había un dolor profundo que nunca superó.
Una tarde, Valentina asomó a su despacho.
—Alejandro, ¿puedo molestarlo un momento?
—Pase, claro.
Dejó los documentos, se estiró y sonrió:
—¿A qué huele? ¿Tortitas?
Ella rio:
—Adivinó. Me parece que las hace a propósito para que no pueda negarme.
—Puede ser. ¿Necesita algo?
—Alejandro, desde que nos mudamos a la casa nueva, no doy abasto. Es muy grande, el jardín, las flores… Y yo no soy ninguna chiquilla.
Él la miró preocupado:
—¿Quiere irse?
—¡No, no! Solo pedirle permiso para contratar ayuda.
Alejandro frunció el ceño—odiaba los cambios, sobre todo en su casa. En los últimos años, se había aislado del mundo, limitándose a lo esencial. No había espacio para caras nuevas.
—Valentina, ya sabe… —empezó, ceñudo.
—Lo sé, Alejandro —respondió ella con dulzura—. Pero perdóneme—la otra casa era pequeña y acogedora. Esta es un palacete, con jardín, invernadero, flores… Y yo ya no tengo veinte años.
Asintió pensativo. Era justo.
—Está bien —dijo al fin—. Pero que sea discreta. Nada de ruido, nada de molestias.
—¿En quince años le he fallado alguna vez?
—Ni una —sonrió él—. ¿Y las tortitas?
—Ay, usted sí que conoce mis debilidades —rió Valentina.
Al día siguiente, Alejandro no fue a la oficina. Como cada año desde hace dieciséis, fue al parque donde todo empezó. Al lugar donde su hija desapareció un día cualquiera. Iba cada año, como a un funeral. Se sentaba en el banco, miraba a los niños, al cielo, a veces lloraba, pero casi siempre guardaba silencio. Al atardecer, volvía a casa, se encerraba en su despacho y se permitía un poco de whisky—el único día del año en que dejaba salir el dolor.
Pero