Tía, tienes que escuchar esto porque vaya historia tan surrealista que me ha pasado con mi hermana gemela, Lucía.
Verás, Lucía y yo siempre fuimos inseparables de pequeñas aquí en Madrid. Jugábamos juntas, compartíamos secretos, y cuando metíamos la pata, los castigos también eran a dúo. Defendíamos la una a la otra y, por supuesto, íbamos vestidas igual, que parece una tontería pero nos hacía muchísima ilusión. Incluso al crecer, aunque ya podíamos elegir nuestro estilo, seguíamos coordinándonos porque ser gemelas era nuestro pequeño orgullo.
Nuestros padres eran de clase media. Nada de lujos, simplemente íbamos tirando. Cuando yo me fui a estudiar a la Universidad Complutense, Lucía también quiso seguir mis pasos, pero por temas de dinero no pudo. Y eso le dolió, aunque papá y mamá hacían malabares para intentar que las dos tuviésemos estudios decentes. Lucía sentía mucha vergüenza porque el dinero escaseaba, y le parecía fatal que tuvieran que apretar aún más el cinturón por ella. No era por falta de ganas, pero el presupuesto no llegaba ni de broma.
Un día, en una cena familiar de domingo, mi abuela que se pasó un poco con el vino de La Rioja empezó a hablar de más y soltó la bomba: cuando nacimos, mis padres, claro, con preocupación, pensaron seriamente en dar en adopción a la más pequeña. Y quién era esa pues Lucía.
Te puedes imaginar, Lucía se levantó de la mesa blanca de rabia. Por más que intentamos tranquilizarla, nada. Pensaba que la querían menos que a mí, y por pura rebeldía cogió y dejó la universidad así, a lo loco, pilló sus papeles y adiós.
Encima, empezó a decir por ahí que todo era culpa mía, que sin mí nadie habría pensado dejarla de lado, que si yo no estuviera sería la niña mimada y la única en casa. Vamos, que de ahí en adelante la relación se torció del todo. Cada una a su aire y como si no existiéramos.
El tiempo pasó, y mira, yo me casé con Pablo, tuvimos un hijo y la vida nos llevó por caminos distintos. A Lucía nunca la volví a ver, solo en una comida familiar. Pero ni rastro de alegría, al revés, estaba borde, soltando críticas y metiéndose con mi aspecto porque no llevaba ropa elegante ni maquillada. Muy a su estilo, vaya.
Pero lo más fuerte fue hace poco, que me la topé en el centro de El Corte Inglés de Castellana, del brazo con un señor de estos con pinta de tener pasta y posición. Lucía iba impecable, parecía de película, y pensé: ¡Madre mía, será su marido!. Intenté saludarla pero ella, ni caso, como si no me conociera de nada, y se marchó en un cochazo con chofer y todo. Yo me quedé cortadísima.
Luego volvimos a coincidir en casa de mis padres y Lucía se despachó a gusto: que si iba hecha un desastre, que si no representaba bien a la familia. Lo peor es que algo de razón tenía Yo siempre he sido más sencilla, con el pelo rizado y sin maquillaje, en plan natural, mientras que ella apostaba por la imagen perfecta, el pelo planchado, maquillaje, lentes de contacto, y se hacía tratamientos de belleza.
Ese día me dolieron un montón sus palabras porque, oye, yo también tengo mi familia, mi marido, mi hijo, y no soy menos por no ir de escaparate. Me vine abajo y se lo conté todo a mi madre: no entendía cómo Lucía, mi otra mitad, podía haberse vuelto tan fría y resentida. ¡Que antes éramos uña y carne!
Mi madre me dijo que no le guardara rencor, que la dejara vivir su vida a su manera y, de paso, me pidió que yo fuera por casa solo bajo invitación previa, para no coincidir. Y nada, así acabó todo: después de una sola frase, nuestras vidas cambiaron para siempre, y la familia ya no volvió a ser la de antes.
¿Quién me iba a decir que acabaría contando esta historia? Porque a veces lo más increíble lo tienes en casa.







