El otro día, vi a mi hermana paseando tan feliz de la mano de un hombre elegante en El Corte Inglés, y ambos llevaban alianzas de oro.
Mira, te cuento. Lucía tenía una hermana gemela que se llamaba Jimena. Desde pequeñas eran uña y carne. Siempre jugaban juntas, compartían todos sus secretos y hasta los castigos les caían de forma conjunta. Eso sí, cuando tocaba defenderse, lo hacían una por la otra. Sus padres siempre las vestían iguales, y aunque crecieron y pudieron elegir lo que ponerse, casi nunca renunciaron a ir conjuntadas. Les encantaba presumir de ser gemelas, como si fuera algo exclusivo.
La familia era muy normalita, ya sabes, de barrio en Madrid, clase media tirando a baja. Cuando Lucía se fue a estudiar a la Universidad Complutense, Jimena quiso ir por el mismo camino, pero no pudo. Y menudo disgusto se llevó los padres, igual. Se apretaron el cinturón para pagar la matrícula de ambas porque soñaban con darles una oportunidad, pero la cosa iba justa de euros. Jimena sentía mucha vergüenza por necesitar tanto dinero y se mataba a trabajar para no ser una carga, aunque por más que lo intentaba, los números no le cuadraban, y apenas podía aportar al presupuesto familiar.
Un día, en una de esas cenas de domingo en casa de los abuelos, la abuela que ya tenía una copita de más empezó a soltar la lengua y reveló algo que nadie se esperaba: cuando nacieron las gemelas, sus padres llegaron a plantearse dar en adopción a la más pequeña. Temían no poder sacar adelante a dos niñas a la vez. La menor… era Jimena.
Te puedes imaginar, Jimena se quedó helada y alucinada con semejante injusticia. Por mucho que la familia intentó tranquilizarla, nada, imposible. Se metió en la cabeza que nunca la quisieron igual que a Lucía. Y desde entonces, quiso vengarse: se fue de la universidad, recogió sus papeles y se los lanzó en la cara a sus padres.
Empezó a echarle la culpa de todo a Lucía: que si ella no hubiese estado, nunca la habrían querido echar de casa, que se habría llevado todo el cariño, toda la atención, que sería la niña perfecta… A partir de ahí, todo se torció en la casa. Aquella complicidad entre gemelas desapareció por completo y cada una tiró por su lado.
Lucía conoció a su marido, se casó y tuvo un niño precioso. Desde entonces, apenas volvió a ver a Jimena, solo una vez en casa de los padres y la cosa acabó fatal; Jimena estuvo borde, hasta criticó el aspecto de Lucía delante de todos.
Pero fíjate lo que es la vida, que se vuelven a cruzar de casualidad en el centro comercial. Jimena, guapísima y muy arreglada, iba de la mano de aquel señor elegante que te digo, y Lucía pensó que seguramente sería su marido. Cuando fue a saludarla, Jimena la miró como si no la reconociera y se apartó rápido, camino de un cochazo que tenía esperando.
En otra ocasión, volvieron a coincidir en casa de los padres y Jimena otra vez la atacó: le dijo que iba hecha un desastre, que daba una imagen lamentable. Y a ver, algo de razón tenía porque Lucía lleva el pelo rizado a lo loco, pasa de maquillaje y viste muy sencilla, mientras que Jimena se gasta lo que tiene y lo que no en tratamientos, lentillas, peluquería y maquillaje.
Eso sí, Lucía se sintió fatal. No entendía cómo su propia hermana pudo volverse tan desagradable. Empezó a desahogarse con su madre, le soltó todo lo que llevaba tiempo callando: no comprendía de dónde venía tanta mala leche, cómo habían pasado de ser inseparables a esto.
La madre solo le pidió a Lucía que dejara a Jimena tranquila, que la dejara ser feliz a su manera. Le suplicó que, por nada del mundo, intentara acercarse a ella o interrumpir su nueva vida, que no se hiciera más daño.
Desde entonces, Lucía solo puede ir a visitar a sus padres si avisa antes o la invitan expresamente, para que no se cruce con la hermana. Qué fuerte, ¿verdad? Si es que, por un simple comentario, toda la familia acabó patas arriba y ya nada volvió a ser igual.







