Aquel día se convirtió en uno especial en mi vida. Él me ignoró y quiso echarme de casa, pero yo tuve paciencia y hice algo que resultó ser su verdadero castigo.
Cada domingo era una auténtica prueba para mí. Lo aguantaba todo por una sola razón: mi profundo amor por mi marido.
Su madre me recibía con una indiferencia gélida y desprecio. En la mesa se comportaba como una reina a la que hubieran desafiado.
Lo que llevara tarta, ensalada todo estaba “mal”. Y yo, en sus ojos, era un error en la vida de su “hijo perfecto”.
Pero esa noche, sus palabras me hirieron especialmente hondo. “No vales nada. ¡Lárgate de esta casa antes de que pierda los estribos!”, gritó mientras me lanzaba una taza de té.
El líquido caliente me quemó la mano, pero no me moví. No dije nada. No lloré. Simplemente me levanté. Un plan claro se formó en mi cabeza.
Por todo lo que había hecho, le di una lección que la dejó en shock.
Ninguno de ellos sabía que, desde hacía ocho meses, crecía una vida dentro de mí. Nadie imaginaba que mi mundo ya había cambiado sin su participación.
Él solo se quedó sentado, mirando su plato. Ni una mirada, ni una palabra.
Su silencio decía más que el grito más fuerte.
Llegué tarde a casa, con la ropa mojada pero los ojos secos. Saqué un test de embarazo del cajón aquel con dos rayas. Había sido mi único aliado todos esos meses.
Me senté y escribí una carta. Tranquila. Sin reproches. Solo la verdad:
“Estabas ahí, pero no me protegiste. Ella me humilló, y tú callaste. No te pido nada. Solo quiero que sepas que espero tu hija. Y elijo la libertad. Para nosotras.”
Desaparecí. Cambié de número. Me mudé a otra ciudad. Empecé de nuevo.
Tres meses después, de madrugada, llegó un mensaje. No de Daniel. De ella.
“Déjame ver a mi nieta al menos una vez.”
Mire la pantalla un largo rato. Sin rabia. Sin alegría. Solo paz.
Mi niña ya se movía dentro de mí. Estaba aquí. Conmigo.