Un día de verano junto al río…

Aquella tarde de verano junto al río…

La familia de Lucía era muy unida. Cuando cursaba tercero, nació su hermana pequeña, Estrella. A Lucía le encantaba su papel de hermana mayor y ayudante de mamá. Disfrutaba paseando el cochecito mientras su madre cocinaba o limpiaba la casa.

Cuando Estrella creció, no la aceptaron en la guardería porque las clases estaban llenas y faltaban educadores. Nadie quería trabajar con niños por un sueldo de miseria. La directora accedió a admitirla con una condición: que la madre trabajase allí. Aunque el salario era inferior, ella aceptó.

Estrella nació frágil y enfermiza. En la guardería, siempre estaba bajo la atenta mirada de su madre. Al salir del colegio, Lucía solía pasar por allí. A la mayoría de los niños no les gustaban las croquetas, las ensaladas ni la leche con cacao, pero a ella le encantaban. Su madre le guardaba las raciones que otros rechazaban, y Lucía aprovechaba.

Después de hartarse, se llevaba a Estrella a casa y la cuidaba hasta que su madre llegaba. Adoraba a su hermana, aunque años después se convirtió en una adolescente insoportable.

Estrella tenía cuatro años cuando su padre murió. El verano era sofocante. Llevaban tres semanas con más de treinta grados. Los fines de semana, la gente escapaba de la ciudad para ir al campo o al río.

Sus padres llevaron agua, algo de comer y salieron temprano con las niñas. El río estaba a rebosar. La gente se refrescaba en aquellas aguas cálidas. Los niños chapoteaban cerca de la orilla, vigilados por los adultos. Estrella jugaba en la orilla mientras Lucía se aseguraba de que nadie la empujara o se alejara.

Cuando su padre se lanzó al agua, Lucía pensó que solo iba a nadar. Pero él se alejaba cada vez más. Entonces vio a dos chavales en mitad del río.

Al principio creyó que jugaban. Incluso pensó en lo irresponsable que era dejarles llegar tan lejos. El río era ancho. Cruzarlo era difícil incluso para un adulto. Sin embargo, ellos seguían.

Uno se hundía una y otra vez, y el otro intentaba mantenerlo a flote. Al ver que su padre nadaba hacia ellos, Lucía entendió que no era un juego: se estaban ahogando.

Nadie más lo notó. La gente reía, chapoteaba. Lucía, olvidándose de Estrella, vigilaba con angustia.

Su padre llegó a los chicos, buceó y sacó a uno. Lo llevó hacia la orilla, remando con una sola mano mientras sujetaba al chico. El otro, exhausto, se aferraba a él, entorpeciendo.

«¡Lo va a hundir!», gritó Lucía.

Dos hombres se acercaron al oírla, comprendieron la situación y fueron a ayudar. Poco a poco, más gente en la orilla se percató.

Los hombres se hicieron cargo de los adolescentes. Lucía agitó las manos, aliviada. Hasta que se dio cuenta de que su padre ya no estaba. Lo buscó con la mirada, sin encontrarlo.

«¡Papá!», chilló.

Su madre corrió hacia ella.

«Allí…», señaló Lucía hacia el centro del río, sin poder articular más.

Su madre cogió a Estrella y escudriñó el agua. A veces creía verlo y decía: «Ahí está», pero Lucía negaba. Mientras, los hombres llegaron a la orilla con los chicos y volvieron a buscar a su padre.

Cuando lo sacaron, ya no respiraba. Su madre se negaba a creerlo. Lucía consolaba a Estrella, que lloraba sin parar.

Tras el entierro, su madre vagaba por la casa como un fantasma. Lucía llevaba a Estrella a la guardería, iba al colegio y luego la recogía. Su hermana protestaba:

«¡Quiero que me recoja mamá!»

«Mamá está enferma», respondía Lucía.

«Entonces que venga papá», lloriqueaba Estrella.

Al llegar a casa, encontraba a su madre igual que la había dejado: tumbada en el sofá, de cara a la pared.

No comía. Preocupada, Lucía buscó ayuda en la vecina. Hablaron con su madre, quien finalmente se levantó, retomó las tareas y volvió al trabajo. Estrella, feliz.

Ahora eran tres. Al principio, el dinero alcanzaba. La empresa donde trabajaba su padre les dio una ayuda. También tenían ahorros. La guardería era un alivio: su madre traía comida sobrante. Lucía sospechaba que ella no comía para dejárselo todo a ellas.

Al terminar el instituto, Lucía decidió trabajar para ayudar. Pero su madre insistió en que estudiase. «Aunque sea a distancia. Con un título, encontrarás algo mejor. Tu padre no habría querido que lo dejaras». Y Lucía cedió.

Se matriculó en la universidad, eligiendo la carrera con más plazas públicas. Lo importante era el título, como decía su madre. Mientras, trabajaba. Ganaba poco, pero el dinero no crece en los árboles.

Su padre había comprado un terreno y empezado a construir una casa. Soñaba con un huerto. Su madre quería flores bajo las ventanas. Pero solo se terminaron los cimientos. Un amigo ofreció comprar el terreno. Su madre, sin regatear, lo vendió. El dinero duró un tiempo.

Estrella creció y empezó a exigir ropa nueva, móvil, tablet. «Todas mis amigas lo tienen. ¿Acaso yo valgo menos?». Si no conseguía lo que quería, lloraba, gritaba que no la querían y hasta se escapó un par de veces.

«¿Somos pobres? No voy a comer sobras de la guardería», decía arrugando la nariz.
No iba a buscar a su madre después del cole como Lucía. Paseaba con sus amigas hasta tarde. Suspensos, claro.

Un verano, el sobrino de la vecina llegó de vacaciones, y Lucía se enamoró por primera vez. Pero las vacaciones terminaron. Daniel la convenció para irse con él a Madrid. A Lucía le tentaba, pero ¿cómo dejar a su madre con Estrella? Así que rechazó la oferta. Daniel se fue prometiendo llamar.

En invierno, Estrella quiso un abrigo de piel como el de su amiga. Armó un escándalo.

«Si yo quería algo, trabajaba en verano: repartía periódicos o limpiaba en correos. Haz lo mismo. Así aprenderás lo que cuesta ganar dinero», le aconsejó Lucía.

Estrella montó un drama, la llamó egoísta y amenazó con irse. Su madre pidió un préstamo y le compró el abrigo.

«¿Por qué la consientes? ¿Vas a comprarle todo lo que pida?», reprochó Lucía.

«Creció sin padre. ¿Quién la va a mimar?», se justificó su madre.

«Ya no es una niña. Tú llevas años con el mismo abrigo y botas viejas, como una abuela. Y ella, llena de ropa. Ya verás el lío que te arma».

Lucía lamentó no haberse ido con Daniel. No soportaba los caprichos de su hermana.

Daniel llamaba y hasta visitó en Navidad. Estrella terminó el instituto por los pelos. Ni intentó entrar en la universidad. Solo quería salir.

El verano siguiente, Daniel volvió. Lucía no tenía vacaciones. Solo se veían por las noches o los fines de semana. Hasta que él anunció que se iba. «Mis amigos me esperan para hacer rafting».

Lucía se enfadó. Se fue de día, y ella no pudo despedirse. Al llegar a casa, encontró una nota de Estrella: «Me voy a Madrid. Quiero ser actriz. No me busquéis».

Lucía sumó dos más dos. Estrella era guapa, no era extraño que Daniel se fijara en ella. Lo llamó, y él confesó. LucLucía suspiró, miró a la pequeña Aitana jugando en el suelo y, por primera vez en años, sintió que la vida, a pesar de todo, le había dado una razón para sonreír.

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MagistrUm
Un día de verano junto al río…