Un Destino Revelador…

**Providencia…**

**Paula**

Era finales de mayo y, aunque aún no había llegado el verano, el calor sofocante ya se instalaba en las calles de Madrid desde hacía semanas. Paula subió al autobús y enseguida se arrepintió. En hora punta, el vehículo iba repleto de gente, apretada y sudorosa. La empujaban por todos lados, y su vestido se le pegaba al cuerpo húmedo. Alguien le dio un codazo en la espalda.

—Avance, señora, que todos tenemos prisa. Con lo que ocupa, debería ir andando— refunfuñó una voz femenina y cansada detrás de ella.

—Y usted tampoco es un palillo. ¡Muévase!— gritó un hombre con voz ronca, y la presión contra Paula aumentó hasta dejarla sin aire.

—¡Ay, me va a aplastar, desgraciado!— chilló una mujer desde atrás.

Las puertas se cerraron con estruendo y el autobús arrancó. Detrás de Paula, la discusión entre la mujer y el hombre ronco continuaba.

—¿Qué le pasa, señora? ¿Tan amargada está?

—Cállese usted. Ya cuesta respirar, y con el tufo a alcohol que despide…— replicó ella sin dejarse.

Paula no podía ver quiénes hablaban; ni siquiera lograba girar la cabeza sin chocar con el hombro de alguien. Tampoco alcanzaba los pasamanos, aprisionada entre cuerpos sudorosos. El autobús avanzaba a sacudidas, frenando y arrancando bruscamente, balanceando a los pasajeros como garbanzos en una lata. Solo el apiñamiento evitaba que cayeran al suelo.

Por las ventanillas abiertas entraba un leve soplo de aire, aliviando por momentos los rostros congestionados. Pero, en cada semáforo, el silencio se rompía con nuevos empujones y protestas.

Paula no participaba. Apretaba los labios, deseando solo salir de allí, llegar a casa, quitarse la ropa húmeda y meterse bajo el agua fresca de la ducha. El autobús arrancó de nuevo, y la gente se bamboleó hacia un lado.

—¡Oiga, conductor! ¿Es que lleva leña y no personas?— vociferó el hombre ronco—. Seguro que usted va fresquito con el aire acondicionado, mientras nosotros nos asamos como pollos…

El vehículo frenó bruscamente frente a la siguiente parada.

—¡Que no pare! ¡Aquí no cabe ni un alfiler!— gritó el ronco—. ¿Alguien baja?

—¡Yo! ¡Yo bajo! ¡Abra las puertas!— exclamó Paula, incapaz de aguantar más el sofoco.

Las puertas se abrieron con dificultad, dejando salir primero a la mujer amenazadora, luego al hombre ronco y, por fin, a Paula. Al pasar, la mujer le dio un puñetazo en el hombro.

—¡Vaca! ¿Para qué sube si solo va a parar?

Paula no tuvo tiempo de responder. La mujer se perdió entre la multitud, las puertas se cerraron y el autobús se alejó. Sin esperar el siguiente, Paula echó a andar hacia casa, tragándose las lágrimas. En sus oídos resonaba aquel insulto: *«¡Vaca!»*.

En el colegio también la llamaban *vaca, hipopótamo, mamut*. Nunca se acostumbró. ¿Era culpa suya haber nacido así? Los médicos decían que no había ningún problema.

—Mamá, ¿para qué me tuviste? ¿A quién le puede gustar una gorda como yo?— lloraba al llegar de la escuela—. Si hubieras elegido un hombre delgado, habría salido como tú. Ahora sufro por culpa tuya.

—No eres gorda, hija, eres grande. El corazón no se elige. Me enamoré de tu padre, alto y apuesto, y tú saliste a él. Ya verás cuando te cases, a quién escoges— se defendía su madre, irritada.

—Nunca me casaré. ¿Quién querría a alguien como yo?— sollozaba Paula.

—Sí te querrán, ya verás. No a todos les gustan delgadas. Y muchas flacas engordan después de tener hijos— intentaba consolarla.

Paula probó dietas, se mató de hambre, pero nunca aguantaba mucho. Su cuerpo pedía comida. Hasta intentó correr por las mañanas. Las chicas esbeltas que veía en el parque se reían de ella.

—Uy, ¿por qué resbala tanto el suelo? Ah… es la grasa que chorrea— comentó alto un chico al pasar.

Dejó de correr, abandonó las dietas, se resignó a su cuerpo y evitaba los espejos.

Luego su madre enfermó gravemente. Ni siquiera entonces, con el estrés y el dolor, Paula adelgazó. Tampoco después del funeral, aunque apenas comió.

Tenía ya treinta y tres años, y en su horizonte no se veían amor, familia ni alegría. *«Nunca más autobuses»*, decidió. *«Iré andando»*.

Pero al día siguiente, un autobús casi vacío se detuvo en su parada. *Cosas del destino*. Subió, sacó su tarjeta para pagar y, de pronto, el vehículo arrancó bruscamente. Paula perdió el equilibrio y se sintió volar hacia atrás. *«Voy a caerme y partirme la cabeza…»*, pensó.

***

**Luis**

Aquella mañana, Luis giró la llave de su coche, pero el motor no respondió. Tras cinco minutos intentándolo, llamó a la grúa y lo llevó al taller de un amigo.

Tardó en llegar al trabajo y, como no tenía prisa por volver —nadie le esperaba—, decidió caminar. Pero un autobús medio vacío se detuvo frente a él. No recordaba cuándo había viajado en transporte público la última vez. Subió. El número 27 iba hacia el taller. Así podría preguntar por su coche.

Después, siempre creería que nada de aquel día fue casualidad. *Providencia*, pensaba. Su coche se estropeó, él subió a ese autobús y su vida cambió para siempre.

Se había casado con Elena, guapa como una modelo, por un amor apasionado y ciego. Le enorgullecían las miradas admirativas que recibía ella y las envidiosas que le lanzaban a él. Pero Elena era fría como el mármol. Pronto entendió que solo se amaba a sí misma, a su cuerpo perfecto.

Solo hablaba de dietas. Luis creía que unos kilos de más le sentarían bien.

—Deja de quejarte. Los hombres también deben cuidarse. Comes en el trabajo, ya tienes suficiente comida basura. La cena debe ser ligera. Si engordas, dejaré de quererte— decía ella.

Soñaba con carne jugosa, incluso gemía dormido. Cuando ya no aguantaba, cenaba en casa de su madre.

—Te buscas una mujer guapa, pero que ni cocina ni quiere hijos. ¿Qué clase de familia es esta?— suspiraba su madre.

Al final, se separaron. Las noches en soledad le hacían anhelar una esposa cariñosa, hijos, una mesa llena en Navidad… Observaba a las mujeres, pero ninguna le conmovía.

Y entonces, en el autobús, una chica vestida de flores perdió el equilibrio al arrancar el vehículo. Iba a caer, pero Luis la atrapó contra su pecho. Sintió entonces que siempre había deseado abrazar un cuerpo cálido, notar su peso, oler su champú…

—Perdone, no me sujeté bien— dijo ella, separándose.

—¿Se ha hecho daño?

—No, gracias. Sin usted, me habría caído.

Hablamos un rato, pero luego ella bajó.

Tardó en reaccionar, pero al día siguiente esperó en su parada. La vio. Llevaba otro vestido, pero era ella.

—Hola. ¿Se acuerCon el tiempo, Luis y Paula construyeron juntos esa familia llena de calor y risas que tanto habían anhelado, demostrando que el amor verdadero no se mide en kilos ni en apariencias, sino en la complicidad y la felicidad compartida.

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