Una resolución inesperada
Pues a los cuarenta y cuatro tendré que cambiar mi vida por completo murmuró Dolores mientras metía ropa en una maleta. Le contaré al hijo cuando me asiente en un nuevo puesto. Menos mal que mi madre sigue viva; qué lástima que mi padre ya no esté, se nos fue muy joven. Él era odontólogo y yo he seguido sus pasos.
Dolores había puesto punto final a su matrimonio. El divorcio fue sin sobresaltos; Antonio estaba dispuesto a separarse porque su esposa le había advertido en varias ocasiones:
Si no dejas tus apuestas, me divorcio. Ya me cansé de mantenerte.
Antonio prometió abandonar el vicio, pero no logró librarse de él. Llevaron veintidós años de vida en común, de los cuales diez los ha pasado con ese hábito. Sus deudas fueron, al principio, cubiertas por su esposa.
Hijita, no te separes de Antonio le suplicó la suegra, algún día dejará el juego. Yo también estoy harta de darle dinero; no consigo ni un colchón para imprevistos.
Yo también estoy cansada y no me quedan fuerzas replicó Dolores a su suegra, he presentado el expediente de divorcio y le aviso para que no le sorprenda.
¿Y a dónde vas, Dolores? ¿Vas a alquilar un piso? Ese apartamento es de Antonio y no lo dejará.
¿Alquilar? Me marcho de una vez a otra ciudad, y no diré cuál porque Antonio podría seguir persiguiéndome. He dejado el trabajo; los odontólogos se necesitan en todas partes, así que no desapareceré. Siempre quise abrir mi propio consultorio, pero
Dolores se trasladó a casa de su madre, en la ciudad natal de Granada. Tras acabar la carrera había querido volver a su tierra, pero se casó con Antonio, que no quería marcharse; además, ya disponía de un piso de dos habitaciones que heredó de su abuela, quien vivía con sus padres.
¡Mamá, hola! abrazó Dolores a su madre, llego para quedarme, tal y como te prometí.
Muy bien, hija, te lo dije. Eres joven, tienes toda la vida por delante. Nicolás te entenderá, ya es adulto y estudia en la universidad exclamó la madre, una exenfermera recién jubilada.
Mamá, ¿y el doctor Ilya Román, sigue trabajando o ya está pensionado? preguntó Dolores al día siguiente de su llegada.
Trabaja; tiene una clínica dental privada y ya no es quien trata a los pacientes, sino quien la dirige. Ya he hablado con él y me ha dicho que te incorporará a su equipo. respondió la madre.
¡Qué buena eres, mamá! agradeció Dolores. Además, el amigo de papá siempre nos ha apoyado. Recuerdo cuando, de vacaciones, lo conocí; ya entonces me dijo que podía contar con él. Hoy mismo le pagaré una visita.
Dos años después, Dolores ya llevaba dos años ejerciendo como odontóloga. Se había acostumbrado al ritmo de Granada, a su puesto en la clínica municipal y a sus pacientes habituales. El hijo Nicolás venía de vacaciones; la madre y ella se alegraban de verle, pues ya era mayor y no había regresado al padre.
Al terminar la atención a una paciente, Dolores le pidió a la enfermera Xenia:
Llama al siguiente.
Pase, por favor saludó Xenia desde la recepción.
Dolores echó una ojeada al hombre de mediana edad que acababa de entrar y se dio cuenta de que nunca lo había visto antes; debía ser un paciente nuevo.
¿Habrá venido por casualidad o alguien le recomendó? pensó, y le indicó la silla.
El hombre se sentó con serenidad.
Ábrame la boca ordenó Dolores, y al examinar, anunció: caries en el tercer molar superior derecho; hay que extraer la pieza ocho.
Proceda, elimínela respondió brevemente el caballero.
Xenia, prepara la anestesia le dijo a la enfermera. Le haré una inyección y no sentirá nada.
No quiero la inyección replicó él, de golpe.
¿Qué no quiere? preguntó Dolores, desconcertada.
Trátelo sin anestesia
Dolores se quedó helada y reflexionó:
O es un robot, o es un masoquista que disfruta del dolor Mejor aguantaré.
El paciente la irritaba ligeramente; ni siquiera frunció el ceño cuando ella taladraba. Tras aplicar la medicación, le preguntó con amabilidad:
¿Le duele?
No contestó él, tan impasible como al principio, aunque Dolores sabía que la extracción era penosa.
Le espero en dos días para la restauración dijo él al levantarse, mientras Xenia lo observaba con curiosidad.
Qué valiente comentó Xenia tras cerrar la puerta. Tan seguro, sin anestesia
Me parece hipócrita reflexionó Dolores. Soporta el sufrimiento sin mostrarse, como si fuera una condena infernal. Si le duele, que lo admita; no hay necesidad de fingir.
Sabes, Dolores, creo que se ha enamorado de ti intervino Xenia con una sonrisa. No te ve solo como odontóloga, sino como mujer.
¡Vaya, Xenia! Tu imaginación ha volado.
No es imaginación. Lo he notado; parece que pronto te pedirá una cita.
¿Y cómo se llama? preguntó Dolores. Procopio, ¿no? No tiene ninguna oportunidad.
¿Por qué? indagó la enfermera, algo decepcionada.
Porque me atraen los hombres sensibles, que expresen sus emociones. Este parece un Terminator.
Al día señalado, Procopio llegó puntual al final de la jornada. Xenia lo recibió como a un viejo conocido.
Adelante, Procopio Antón.
Dolores, más formal, le dijo:
Buenas, tome asiento. Hoy le pondremos una restauración.
La intervención fue larga; Procopio soportó con firmeza.
¿Le ha dolido? volvió a preguntar Dolores.
No respondió él, breve.
Dolores sospechó que mentía, pero siguió preparando el composite. Cuando estuvo listo, él se levantó, la miró directamente a los ojos y dijo:
Gracias Creo que hoy soy su último paciente. Puedo llevarle a casa en coche.
No, gracias, llego sola. ¿Le apunto para una extracción?
Sí, apúnteme.
¿Tiene cita el sábado? consultó Xenia, hojeando la agenda.
Sí, a las nueve de la mañana, y después todo está completo.
Le confirmo las nueve respondió ella.
El sábado Dolores disfrutaba del trayecto en la línea de autobús, sin atascos ni prisas. Al llegar a la clínica, tomó su bata, se sirvió un café y se instaló junto a la ventana. Quedan veinte minutos antes del primer paciente. Observó por la ventanilla cómo Procopio paseaba nervioso, sentándose y levantándose de un banco. Su actitud era distinta a la del día anterior.
Qué habrá pasado con él ¿Qué le habrá hecho sentir inseguro? se preguntó Dolores.
Terminó su café, guardó la taza y abrió la ventana.
Procopio, ¡puede entrar! le llamó.
¿Ahora? ¿Aún no son las nueve?
No importa, ambos estamos aquí, ¿para qué esperar? respondió ella con una sonrisa, cerrando la ventana.
Procopio entró y, ruborizado, confesó:
No estoy del todo preparado.
No es que sea un robot, ¿verdad? repreguntó Dolores, intrigada.
No, lo siento Tengo miedo en realidad, le temo a los dentistas, y antes de cada visita me preparo mentalmente.
¿Y por eso rechazó la anestesia?
Le confieso que el pinchazo me aterra aún más que el taladro.
Eso lo entiendo, muchos temen a las agujas. Pero le haré el tratamiento con la mayor delicadeza.
Procopio, pálido, aceptó la inyección. Tras el procedimiento, ambos sonrieron.
El lunes siguiente, Procopio apareció frente a la clínica con un gran ramo de flores, mirando su reloj. Los colegas lo observaban intrigados, preguntándose quién sería el afortunado. Cuando Dolores se acercó, él le entregó el ramo.
Buenos días, es para usted. Resulta que la inyección no dolió en absoluto. Gracias por su paciencia, y le invito a cenar esta noche, si le parece bien.
Me parece estupendo respondió Dolores, sonriendo. Tengo su número, nos vemos.
La cita fue un éxito; Dolores comprendió que la enfermera Xenia había acertado. Procopio resultó ser un hombre amable, atento y emocional.
Al cerrar el día, Dolores recordó que la sinceridad y la valentía de admitir las propias vulnerabilidades son la base de cualquier relación auténtica. Aprendió que, a veces, el mayor acto de coraje es mostrarse tal como somos, sin máscaras ni pretensiones.






