¡Un desacuerdo inesperado en la separación!

Nos divorciamos de mi mujer y comenzamos a repartir nuestros bienes. Y ahí surgió el problema. —¡Llévatelo tú! —dijo ella—. ¡Sois tal para cual!

Así llegó a nuestra casa un hermoso cacatúa con nombre de gato, el Marqués, rebautizado al instante por mi madre como Pepe.

Este loro me lo asignaron en el reparto de bienes con mi exmujer, aunque en realidad nunca fue nuestro, pues vivía en su casa mucho antes de que yo llegara.
Pepe era perfecto en todo, excepto por un detalle que nos volvía locos: no hablaba. Por más que intentamos sacarle aunque fuera una palabra, fracasamos. Pepe callaba como un espía bajo interrogatorio. Solo mi abuelo no compartía nuestros esfuerzos.

—¡Dejad en paz al pájaro! —refunfuñaba—. ¿No tenéis con quién más hablar?

Tal vez por eso se hicieron tan amigos. El abuelo apreciaba a Pepe como un compañero silencioso, y el loro, inclinando la cabeza, escuchaba con atención cuando él armaba muebles o se sentaba por las noches con su copita de vino.

Al final, decidimos consultar a la vecina, que tenía dos periquitos charlatanes y era conocida por su habilidad para enseñar español a las aves. Obviamente, Pepe la dejó boquiabierta.

¡Estaba entusiasmada con él! Dio vueltas a su alrededor, aplaudiendo y murmurando cosas, hasta que, sin saber por qué, quiso acariciarlo. Alargó la mano y rozó con un dedo la cabeza del loro, que dormitaba plácidamente.

Pepe abrió un ojo, miró con desdén a la desconocida y, de pronto, dijo con claridad:
—¡Dejad en paz al pájaro!

La vecina se desmayó, y a Pepe se le soltó la lengua. Fue como aquel chiste del niño mudo que un día, en la mesa, soltó: «¡La sopa está salada!». Cuando le preguntaron: «¿Y por qué no has hablado en diez años?», respondió: «¡Antes estaba buena!».

Así fue Pepe. Calló, calló… y de repente habló. El problema fue que lo hizo con la voz, las entonaciones y, sobre todo, el vocabulario del abuelo. Mi abuelo, un viejo recio, había sido conductor en la guerra, volvió sin una pierna y trabajó de carpintero toda la vida. Nunca se mordió la lengua y tenía un repertorio lingüístico… peculiar. Por qué el loro escogió imitarlo a él es un misterio, pero el caso es que Pepe maldecía como un marinero, con arte y gracia.

A la vecina le escandalizó, pero no la derrotó. Decidió tomar al loro bajo su tutela.

Enseñarle buenos modales y español correcto. Por iniciativa propia, venía casi a diario y le daba clases con algún método extranjero que había estudiado.

Al abuelo esto le sacaba de quicio, aunque intentaba contenerse. Solo cuando ella se iba, mascullaba algo entre dientes.
No hace falta adivinar qué. Al final, viendo que sus esfuerzos no daban fruto, la vecina, para alegría del abuelo, abandonó las clases.

Unos meses después, mientras tomábamos el té en familia, apareció para preguntar por la salud de Pepe. Al verla, el loro se animó y soltó:

—¡Cuidad al pájaro! ¡Pepe es un tesoro!

Era la frase que ella llevaba meses intentando enseñarle. Incluso que la dijera con la voz del abuelo no apagó su emoción. Hasta parecía que se le saltaba una lágrima. Pero entonces Pepe la miró de reojo y añadió con el mismo tono:
—Menuda chalada… ¡Mejor enséñale a hablar al gato, que tiene más luces!

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MagistrUm
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