**Un Corazón Lleno de Gatos: Un Encuentro que lo Cambió Todo**
Hacía años que Adela no visitaba su pueblo natal a orillas del Duero, a una hora de Valladolid. Tras la escuela, se fue a la ciudad, y sus visitas a la tierra que la vio crecer se podían contar con los dedos. La vida siempre encontraba razones para no volver. Las últimas veces había estado allí para el entierro de sus padres y para el cumpleaños de su hermana pequeña, Lola, quien se quedó viviendo en la casa familiar. Las llamadas con su hermana le despertaban nostalgia por su juventud, por aquellos días sin preocupaciones. Este verano, decidió regresar: sus hijos y nietos estaban lejos, y ella, una jubilada solitaria, ansiaba respirar el aire de su infancia, caminar descalza por la hierba fresca y volver, aunque fuera un tiempo breve, a las paredes que la vieron crecer.
Lola llevaba tiempo invitándola a pasar unos días, a desconectar. El verano estaba lleno de frutas, y pronto llegarían las setas, ¡había que prepararse para el invierno! Tendría con qué agasajar a las visitas y disfrutar ella misma, recordando su tierra. Las casas del pueblo seguían en pie, fuertes, la calle llena de viviendas de ladrillo, herencia de cuando la cooperativa agrícola prosperaba. El presidente, un héroe de guerra, convirtió el pueblo en un ejemplo: levantó un centro cultural, un hospital, una escuela —la mejor de la región—. Aún lo recordaban con cariño.
Adela caminaba despacio por la calle. En una mano llevaba una maleta vieja, en la otra, un abrigo pasado por el hombro. Los vecinos la saludaban, y ella respondía, aunque no reconocía sus caras. A ella tampoco parecían recordarla, pero en los pueblos nadie deja a un extraño sin atención.
—¡Adelina! ¿Eres tú? —gritó una voz frente a la tienda del pueblo.
Adela dejó la maleta en el suelo y miró con atención.
—¡Carmen! ¡Vargas! —Sonrió al reconocer a su amiga de la infancia.
—Pensé que eras tú, pero no estaba segura —Carmen hablaba rápido—. ¡Te vi desde el otro extremo de la calle! ¿Vienes para quedarte un tiempo?
—Depende —respondió Adela, encogiéndose de hombros.
—¡Ay, tenemos tantas novedades! Ven a casa, charlamos un rato —Carmen brillaba de alegría.
—¡Si es que no paras de hablar! —se rio Adela, contagiándose de su energía.
Un hombre mayor salió de la tienda con una bolsa pequeña. Al pasar, les hizo un leve gesto de cortesía. Adela respondió con una sonrisa. «Camisa limpia, aunque arrugada, barba y bigote canosos, bien recortados —pensó—. Se nota que la soledad es reciente».
—¿Quién es ese? —preguntó a Carmen cuando el hombre se alejó.
—Es Emilio, el veterinario de aquí —contestó su amiga, agitando la mano—. Un buen hombre, pero desde que se jubiló, la gente dice que se le fue la cabeza. Su mujer lo dejó, se mudó a la ciudad. Y ahora vive con gatos, gasta toda su pensión en ellos. Recoge a los callejeros, los enfermos, los heridos… ¡Los cura, hasta les hace operaciones, dicen!
Una semana después, Adela coincidió con Emilio en la misma tienda. Iba a comprar harina para hacer empanadas, pero el saco de cinco kilos le pesó más de lo esperado. Lo dejó en un banco para descansar.
—Permíteme ayudarla —dijo una voz suave. Era Emilio—. Vamos en la misma dirección. Lléveme usted mi bolsa de pañales, y yo llevo su saco.
—¿Pañales? —Adela parpadeó—. ¿Para qué los necesita?
—No son para mí —se ruborizó—. Son para Michín, mi gato. Tiene la columna dañada, no puede caminar, solo arrastrarse. Imagínese lo humillante que es para un animal tan orgulloso ensuciarse… Por eso tengo que…
—¡Vaya! —exclamó Adela—. ¿Y tiene muchos así?
—¿Con problemas de columna? Solo Michín. Luego hay dos con tres patas, uno sin un ojo, otro sin cola. ¡No se ría! La cola para un gato es como una pierna, ¡les ayuda a equilibrarse y les da elegancia!
—¿Ellos mismos se lo contaron? —bromeó Adela, sin poder evitarlo.
Emilio frunció el ceño, interpretando su risa como una burla.
—Discúlpeme, Emilio —se apresuró a decir—. Habla de sus sentimientos con tanta seguridad, como si conversaran con usted. Por cierto, llámeme Adela.
—Sí, Adela, ¡no imagina todo lo que pueden decir estos animales! —se animó—. Sus caras lo revelan todo: alegría, resentimiento, cariño.
—¿Por qué gatos? Usted era veterinario, trabajaba con todo tipo de animales. ¿No hay otros más inteligentes o útiles?
—No —respondió firme, negando con la cabeza—. Los gatos son más humanos que las personas.
—¿Puedo visitar a sus mascotas? —sonrió Adela.
—Será un honor —dijo él, llevándose una mano al pecho.
Esa misma tarde, Adela, con un tarro de mermelada casera de cereza recién hecha, se dirigió a casa de Emilio. Lola le dio una bolsa con empanadas calientes:
—A Emilio le encantan mis empanadas, dice que no ha probado nada mejor.
—¿Viene por aquí? —preguntó Adela, sorprendida.
—¡Es amigo de todos! Vacunar una vaca, curar un lechón… Nunca dice que no. ¡Un encanto de persona! Aunque algunos se ríen de sus gatos, todos lo respetan.
La casa de Emilio estaba al final de la calle. Sólida, pero el huerto estaba descuidado —claramente, no le importaba—. Sin embargo, el patio estaba ordenado: gallinas cacareando, una pila de leña para dos inviernos. El coche, cubierto de polvo, indicaba que casi no lo usaba.
En el porche, varios gatos tomaban el sol. Uno, al ver a Adela, se escondió dentro; los demás la observaban con cautela. Ella se quedó quieta, pero la puerta se abrió y Emilio apareció sonriendo:
—Pensé que no vendría. ¡Pero llegó Minina corriendo, maullando que había una visita! —Un gato gris asomó entre sus pies—. Pase, tomaremos algo.
Emilio disfrutó las empanadas, elogió la mermelada y ofreció a Adela dulces y galletas. Mientras tomaban el café, una docena de gatos los observaban desde estantes junto a las paredes. Para sorpresa de Adela, no había olores desagradables ni gatitos.
—Los esterilizo —explicó él—. Así no marcan territorio ni se preocupan por descendencia. La gente del pueblo ahora también me trae los suyos. Para sus necesidades, salen al exterior, incluso en invierno. Abro la puerta y salen corriendo, en cinco minutos vuelven. Solo Michín… —Levantó a un gato gris con pañales. Michín miró a Adela con ojos confiados.
Ella lo tomó en brazos, y el animal se acurrucó contra ella.
—¿Están todos? —preguntó.
—Falta Manuela, la cazadora —contestó Emilio, revisando a sus protegidos.
—¿Hace mucho que tiene tantos? —preguntó Adela sin darse cuenta de que ya lo trataba de “tú”.
—Tres años —reflexionó—. Antes no les prestaba atención. Tenía a Michín, cazaba ratones, dormía junto a la estufa. Un invierno no reg—Pero una noche de frío intenso, Michín no volvió, y al encontrarlo malherido, rodeado de otros gatos que lo protegían del frío, entendí que el amor más puro no siempre viene de donde lo esperamos.