Una alma para dos
Cuando en la familia nacieron dos hijas idénticas, aunque no era algo nuevo, Marina se asustó un poco al principio en el hospital. Le trajeron a las gemelas para alimentarlas y las dejaron con ella en la habitación.
—¿Cómo las voy a distinguir? —pensaba—. Saber que iban a ser gemelas era una cosa, pero otra es verlas aquí, mis pequeñas, iguales como dos gotas de agua.
Sin embargo, Marina se acostumbró a sus niñas y pronto las diferenciaba por detalles que solo ella notaba. Los demás siempre las confundían.
Lucía y María crecieron siendo muy unidas, fueron juntas al jardín de infancia y al colegio. En la secundaria, aprendieron que existían muchas leyendas sobre gemelos; por ejemplo, los antiguos griegos los llamaban hijos de los dioses. Incluso hay una constelación llamada Géminis. Desde siempre se decía que los gemelos compartían una sola alma, que pensaban igual.
Lucía y María enfermaban juntas: si una caía enferma, la otra seguía poco después. A veces les ocurrían situaciones similares, pero lo más frecuente era que las confundieran por su increíble parecido. Hasta sus personalidades y gustos eran casi idénticos. Cuando crecieron, les gustaban los mismos chicos.
Llegó el momento de terminar el instituto. Las dos habían estudiado bien y planeaban entrar en la universidad. En las vacaciones de Navidad, María enfermó de repente, muy grave. Lucía esperaba caer enferma también, pero los días pasaban y solo María seguía mal. Sus padres la llevaron al hospital para hacerle pruebas. Los médicos descubrieron algo terrible: una enfermedad de la sangre.
—Deberían haber venido antes —dijeron los doctores—, aunque comprendemos que, sin síntomas, nadie va al hospital por nada.
María estuvo enferma unos seis meses y, en primavera, falleció. Lucía estaba en clase cuando sucedió, pero en el instante en que su hermana murió, sintió un dolor agudo en el pecho, como si el corazón le saltara fuera. Casi se desmaya.
Sus padres temieron por Lucía. Temían que no soportara la pérdida. Ella misma esperaba enfermar igual que su hermana. La llevaron urgentemente al hospital, pero los análisis mostraron que estaba sana.
La familia lo pasó muy mal sin María. Lucía no dejaba de preguntarse:
—¿Por qué le pasó esto a ella? ¿Por qué a ella y no a mí? Siento como si hubiera perdido una parte de mí.
Su madre estaba preocupada.
—Hija, tienes los exámenes finales. Tienes que sacar buenas notas. Ahora debes hacerlo por ti y por tu hermana.
Lucía asintió, reunió fuerzas y aprobó con excelentes resultados.
Todos en la familia sufrían, pero Lucía llegó a una conclusión:
—Mamá, quiero estudiar Medicina. De repente sentí que quiero ayudar a la gente y luchar contra estas malditas enfermedades.
—Pues adelante, hija. Tu padre y yo te apoyamos y haremos lo posible para que lo logres —dijo Marina, abrazándola.
Con el tiempo, el dolor fue menguando, pero Lucía echaba mucho de menos a su hermana. Nadie la había entendido como ella.
—Mamá, siento que mi vida se dividió en un “antes” y un “después” —le confesó a su madre, que la comprendía perfectamente, pues sentía lo mismo.
Pasaron los años. Lucía estaba terminando la carrera cuando conoció a Alejandro. Por primera vez en mucho tiempo, volvió a sonreír de verdad. El amor le devolvió las ganas de vivir.
Llevaban tres meses saliendo cuando, una noche, soñó con María. Su hermana le hacía señas, como indicándole algo. Lucía se despertó desconcertada. Era la primera vez que soñaba con ella desde su muerte.
—Tengo que ir al cementerio —pensó al levantarse—, y después a la iglesia, a encender una vela.
Su madre apoyó la idea.
De camino a la universidad, llamó a Alejandro. Habían quedado en que, después de clase, iría a su casa.
—Ale, perdona, pero hoy tengo que ir al cementerio. Es importante. Luego pasaré por la iglesia.
—Vale, Luci. Si lo necesitas, ve. Te quiero —respondió él.
En la universidad cancelaron las últimas clases. Lucía se alegró: podría ir antes al cementerio y aún llegar a tiempo a casa de Alejandro. ¡Qué sorpresa se llevaría! Hoy no trabajaba. Después de la iglesia, miró el reloj: quedaba mucho tiempo. Se dirigió a su casa.
Pero algo era raro. La puerta del piso de Alejandro estaba sin cerrar. Empujó suavemente, entró en la habitación y no dio crédito a lo que vio. Alejandro estaba con otra chica. Los tres se quedaron helados. Él se dio cuenta de que había olvidado echar el cerrojo cuando llegó su “amiga”.
—¡Lucía! —saltó del sofá.
—No quiero verte nunca más —gritó ella, saliendo corriendo.
Decirlo fue fácil, pero superarlo no. Sin embargo, al calmarse, pensó:
—Menos mal que ha sido ahora y no más tarde. Ya hablaba de boda. ¿Y si me hubiera engañado después?
Alejandro fue a su casa, pidió perdón y prometió que no volvería a pasar.
—No te creo, ni te creeré jamás. Lárgate, no quiero verte —le espetó. No estaba dispuesta a perdonar.
Alejandro desapareció, pero no por mucho tiempo. Unos amigos le contaron:
—Lucía, ese Alejandro nos pidió dinero prestado y no nos lo ha devuelto. Dijo que tú lo sabías y que pagarías por él.
Ella no le habría creído, pero era su mejor amiga, casada y con un hijo. Jamás la engañaría. Tuvo que pagar la deuda. Fue una bajeza, pero le confirmó que había hecho bien en no confiar en él.
Entonces recordó el sueño. María le había estado señalando algo, como queriendo avisarla. Quizás intentaba prevenirla, alejarla de un error. Lucía sintió que su hermana seguía a su lado, protegiéndola. Nunca la había olvidado.
El tiempo pasó. Lucía terminó la carrera y empezó a trabajar en un hospital. Una noche, salió temprano para su turno, calculando el tráfico. A mitad de camino, el coche se paró de repente.
—Vaya por Dios —murmuró, saliendo a revisar el motor, aunque no entendía nada—. ¿Qué te pasa, mi niña? —le habló a su “Seat”—. Hace poco te hicieron la ITV.
Volvió al volante, intentó arrancar y, milagrosamente, el coche respondió.
—¡Anda, mi vida! Ya pensaba que tendría que llamar a la grúa.
Siguió avanzando y, a unos metros, encontró un atasco. Los coches solo circulaban por un carril. Cuando pudo pasar, vio un accidente horrible: cuatro vehículos destrozados.
—Dios mío, esto queda cerca de donde se me paró el coche. Podría haber sido yo.
Al llegar al hospital, aún pensaba en el accidente. Encontró a una enfermera llorando.
—Rosa, ¿qué pasa? —preguntó.
—Me acaban de llamar. Mi hermano ha muerto en ese accidente cerca del hospital.
Lucía se quedó helada y la abrazó.
—Lo he visto al pasar. Ánimo.
Mientras se cambiaba, reflexionó y entendió de pronto:
—María me avisó. El coche se paró a tiempo. Me salvó la vida.
Quedó claro que su hermana velaba por ella. Después del turno, llevó el coche al taller. Le llamaron más tarde:
—Puede recoger su Seat. No tiene nada, sobre todo tras la ITV reciente.
Lucía volvió a convencerse: su hermana la había detenido a tiempo.
Iba a menudo a la iglesia, rezaba y encend