**Un colgante lo cambió todo: cómo mi mujer me devolvió a la vida**
—Cariño, voy a pasar a ver a Lucía —dijo Sofía, arreglándose el pelo frente al espejo—. Hacía siglos que no quedábamos.
—Claro —asintió Javier—. Que disfrutes la tarde.
Sofía se marchó, y en casa volvió el silencio de siempre. Javier, contento por tener un rato tranquilo, se puso a jugar en el ordenador. Pero el móvil sonó, interrumpiéndolo.
—¡Hombre, colega! —era la voz de Álvaro, su amigo de toda la vida—. Voy para tu casa. Sofía no está, ¿no? Aunque… la acabo de ver cerca de mi oficina…
Javier se quedó inmóvil, el teléfono pegado a la oreja.
—¿Cerca de tu oficina? —repitió mecánicamente—. Pero si dijo que iba a ver a Lucía…
—Seguro que era ella —insistió Álvaro—. Salía de una joyería con una bolsita. Se subió al coche y se fue. Conozco bien a Sofía, no me equivoco.
Algo pesado se instaló en el pecho de Javier. Confiaba en Sofía ciegamente. Cinco años de matrimonio sin una pelea seria, una relación que todos admiraban. Pero ahora…
Cuando Álvaro llegó, Javier seguía dándole vueltas.
—¡Venga, hombre! —Álvaro dejó una bolsa con cervezas en la mesa—. ¿Qué te pasa?
—Espera… ¿Estás seguro de que era Sofía? —preguntó Javier, serio.
—Totalmente. Iba radiante, con una bolsa… ¿Le has comprado algo?
—No —respondió Javier, la voz ronca.
La mente le daba vueltas. *¿Tendrá a alguien más?* Decidió llamarla.
—Hola, amor. ¿Dónde están las copas grandes? Ha venido Álvaro y no las encuentro… —fingió alegría.
—En el armario, a la derecha —respondió Sofía—. Estamos aquí con Lucía probándole ropa nueva. Todo bien.
La voz de Lucía al fondo confirmó sus palabras. Javier respiró aliviado. Quizá Álvaro se había equivocado.
Sofía regresó a casa entrada la noche. Olía a perfume y a algo más, como a algo recién comprado.
—¿Qué tal? —preguntó Javier.
—Genial —sonrió ella, dándole un beso en la mejilla—. Probamos sus cosas nuevas. Me invitó a salir, pero no quise ir sin ti.
Javier se sintió mejor. Decidió dejar de atormentarse con dudas.
A la mañana siguiente, como siempre, preparó el desayuno. Llevaba seis meses sin trabajo, buscando algo digno, y disfrutaba mimando a Sofía. Le sirvió el café en la cama, orgulloso de su sonrisa.
Pero entonces Sofía, tras darle las gracias, añadió:
—Deberías buscar trabajo de una vez… ¿Hasta cuándo vivirás de mí?
Las palabras le quemaron. Iba a contestar cuando vio algo en su cuello: un pequeño colgante en forma de corazón que nunca antes había llevado.
—¿De dónde es eso? —preguntó, tenso.
—Un regalo —respondió ella, despreocupada—. Me lo compré con la paga extra.
Pero la duda ya había echado raíces. *Tiene a alguien más*, pensó Javier. Ese día se volcó en buscar empleo como si le fuera la vida en ello.
Horas después, estaba en una entrevista. A los dos días, ya trabajaba en una empresa de ventanas. El sueldo no era gran cosa, pero era estable.
—Todo va a cambiar —se prometió.
Una semana más tarde, preparó una sorpresa: pollo al horno, mesa puesta…
Cuando Sofía llegó, arqueó las cejas:
—¿Celebramos algo?
—Mañana cobro mi primer adelanto —dijo él, orgulloso—. Hay que brindar.
Ella sonrió, incómoda. Un pinchazo de culpa la atravesó. El colgante había sido su pequeño engaño…
Al día siguiente, llamó a su madre:
—Mamá, ¡funcionó! ¡Encontró trabajo! Ahora me trata como a una reina. Y solo hizo falta un colgante… —se rio.
Mientras veía a Javier dormir, agotado, Sofía entendió: a veces, un pequeño empujón es la mejor forma de recordar lo que importa.