Un collar lo cambió todo: cómo una mujer devolvió la vida a su marido
—Cariño, hoy voy a pasar a ver a Lucía —dijo Carmela, arreglándose el pelo frente al espejo—. Hace siglos que no nos vemos.
—Claro —asintió Javier—. Que pases buena tarde.
Carmela se marchó, y en la casa se instaló el silencio habitual. Javier, contento por la rara oportunidad de estar tranquilo frente al ordenador, se sumergió en un juego. Pero pronto lo interrumpió el timbre del teléfono.
—¡Hola, colega! —sonó al otro lado la voz de Enrique, su viejo amigo—. ¡Voy para allá! La mujer no está, ¿no? Por cierto, acabo de ver a la tuya cerca de mi oficina…
Javier se quedó inmóvil, el auricular en la mano. Repitió mecánicamente:
—¿Cerca de tu oficina?… ¿Estás seguro? Si dijo que iba a casa de Lucía.
—La vi con mis propios ojos —confirmó Enrique—. Salía de una joyería, con una bolsita. Se subió al coche y se fue. A mi Carmela no la confundiría con nadie.
Algo pesado se instaló en el pecho de Javier. Confiaba en Carmela sin condiciones. En cinco años de matrimonio, nunca habían tenido una pelea seria; su relación era el ejemplo que todos admiraban. Pero ahora…
Cuando Enrique llegó, Javier seguía dándole vueltas a lo ocurrido.
—¡Venga, hombre! —Enrique dejó una bolsa con cervezas sobre la mesa.
—Espera… ¿Seguro que era Carmela? —preguntó Javier con firmeza.
—Seguro. Iba radiante, con su bolsita… ¿Un regalo? ¿Le has comprado algo?
—No —respondió Javier con la voz ronca.
Los pensamientos giraban en su cabeza como un torbellino. «¿Será que tiene a alguien?», se preguntaba. Decidió llamarla.
—Hola, amor. ¿Dónde están las copas grandes? Ha venido Enrique y no las encuentro… —dijo con falsa alegría.
—En el armario, a la derecha —respondió Carmela—. Aquí con Lucía probándonos sus compras. Todo bien.
Desde el teléfono se escuchó la voz de Lucía, confirmando sus palabras.
Javier respiró aliviado. Quizá Enrique se había equivocado.
Carmela regresó a casa entrada la noche. Olía a perfume y a algo más, un leve aroma a algo nuevo.
—¿Qué tal estuvo? —preguntó Javier.
—Maravilloso —sonrió Carmela, besándole en la mejilla—. Probamos sus cosas nuevas. Me invitó a salir, pero no quise ir sin ti.
El corazón de Javier se alivió. Decidió no torturarse más con sospechas infundadas.
Por la mañana, Javier, como siempre, preparó el desayuno. Llevaba medio año sin trabajo, buscando algo digno, y disfrutaba cuidando a Carmela con pequeños detalles. Le sirvió el desayuno en la cama, orgulloso al ver su sonrisa.
Pero entonces Carmela, tras darle las gracias, añadió:
—Deberías buscar trabajo de una vez… ¿Cuánto vas a vivir de lo mío?
Las palabras le quemaron. Javier iba a responder, pero su mirada se posó en su cuello: allí brillaba un pequeño collar en forma de corazón que antes no llevaba.
—¿De dónde es el collar? —preguntó con voz áspera.
—Un regalo —respondió Carmela con naturalidad—. Me lo compré. De la prima.
Pero las dudas ya habían echado raíces en el corazón de Javier. Y, pese a las palabras de Carmela, una sola idea resonaba en su cabeza: «Tiene a alguien».
Ese día se pasó horas buscando trabajo desesperadamente. Debía encontrarlo ya, a toda costa.
Horas más tarde, Javier estaba en una entrevista. Y al día siguiente, empezó en su nuevo empleo: una empresa de ventanas. El sueldo no era mucho, pero era seguro.
—Ahora todo será distinto —se prometió.
Una semana después, por la noche, decidió darle una sorpresa a Carmela: preparó pollo al horno, puso la mesa.
Cuando Carmela llegó, levantó las cejas, sorprendida:
—¿Hay fiesta?
—Mañana cobro mi primer adelanto —dijo Javier con orgullo—. Hay que celebrarlo.
Carmela sonrió, desconcertada. En algún lugar de su interior, un pinchazo de culpa. Porque el plan del collar había sido su pequeña trampa…
Al día siguiente, Carmela llamó a su madre:
—Mamá, ¡funcionó! ¡Encontró trabajo! Ahora me mima como nunca. Y solo hizo falta un collar… —rió—. Un solo collar para sacudirle.
Mientras observaba a Javier dormir, exhausto tras su jornada, Carmela entendió: a veces, una pequeña provocación es la mejor manera de recordar los verdaderos sentimientos.