**Camino al corazón entre tormentas**
La vida de Marina se desmoronó como un castillo de naipes. El divorcio de su esposo la dejó sin suelo bajo los pies, y ella, recogiendo los pedazos de su pasado, regresó a su pueblo natal en las afueras de Cuenca. Su apoyo era su abuela, Carmen Fuentes, quien la adoraba a ella y a su hijo Nico.
“Nico es el vivo retrato de su padre, Álvaro,” decía Marina con una sonrisa amarga mientras lo miraba. “Es lo único que me quedó de ese matrimonio, como un rayo de luz en la oscuridad.”
“Ya te lo dije, no te juntaras con ese juerguista,” refunfuñaba la abuela, moviendo la cabeza. “Se le veía desde lejos: un irresponsable y encima amigo de la botella. Si desde joven ya bebía, solo empeoraría. Pero tú, ‘¡amor, amor!’, como si el sentido común se te hubiera esfumado.”
“¿Para qué hablar de eso ahora, abuela?,” suspiró Marina, agobiada. “¿Vas a recordármelo toda la vida? Al menos tenemos a Nico, y eso es lo importante.”
“No te apures, cariño,” la abrazó Carmen, estrechándola con cariño. “No diré ni una palabra más. Mira qué guapa eres, ¡una belleza como pocas! ¿Dónde va a encontrar otra como tú, ese Álvaro? Un tonto, y punto.”
“En el instituto, medio curso iba detrás de mí,” Marina se arregló el pelo sin darse cuenta, “pero ahora no estoy para romances. No confío en nadie. Todos son cariñosos al principio, y luego…” Hizo un gesto de desdén.
“No todos son como tu ex,” replicó Carmen. “Mira, por ejemplo, Javier. ¿Te acuerdas de cómo se volvía loco por ti? Un chico de oro: trabajador, sin vicios. Y sigue soltero. El último de tus compañeros que no se ha casado,” añadió con picardía, guiñando un ojo.
“Ay, abuela, no empieces,” se defendió Marina. “No quiero pensar en nadie. Tengo que preparar a Nico para el colegio, poner la casa en orden. Mis padres se quedaron en la ciudad cuando fueron por mí, trabajando en la fábrica. Ahora la casa es mía. Y a ti hay que ayudarte…”
“Ayudar está bien,” asintió la abuela, “pero no te apresures. Organízate tú primero. Yo estoy bien, viva y activa. Con setenta años no estoy acabada. Verte a ti y a Nico ya es felicidad. Tus padres no os abandonarán, os ayudarán. Quizá cuando se jubilen vuelvan. Así viviremos todos juntos: vosotros en la casa grande y yo en mi casita al lado.”
“Abuela, qué madre gallina eres,” Marina la abrazó fuerte y le dio un beso en la mejilla.
“Pero piensa en Javier,” la abuela le dio un suave golpecito, como cuando era niña. “Hombres como él no se encuentran en cualquier esquina.”
Marina llevaba tres meses adaptándose al pueblo. Javier, el tractorista local, no la perdía de vista. Como Carmen, él creía que el matrimonio de Marina había sido un error del que aún no se recuperaba. Solo Dios sabía cuándo y cómo se pusieron de acuerdo, pero cada poco coincidían en el supermercado o en la oficina de correos. La abuela le susurraba noticias sobre Marina y Nico, lamentando que su nieta siguiera sola.
Javier se ruborizaba y suspiraba, pero el miedo al rechazo lo paralizaba. Carmen, viendo sus dudas, lo animaba:
“Ella ha cambiado, Javier. Ha aprendido mucho. La belleza no lo es todo, y tú eres justo lo que se necesita para la vida: responsable, trabajador, cariñoso…”
“Y no un Adonis,” se rio Javier, pero al instante se puso serio. “Sigo enamorado de ella, Carmen. Todos estos años solo he pensado en ella.”
La abuela se emocionó y prometió ayudarlo.
“Pero sin presiones, cariño. Dale tiempo. Solo lleva año y medio divorciada.”
“¿Y si otro se la lleva?,” se inquietó Javier. “Ya la perdí una vez. No quiero que pase otra. Haré lo que sea para que sea mía.”
“Entonces, escúchame,” sonrió Carmen con astucia. “Ayúdala en lo que puedas, pero sin ser pesado. No muestres tus sentimientos, mantente discreto. Ya veremos.”
“¡Vaya psicóloga está hecha, Carmen!,” se rio Javier. “¿Funcionará?”
“¡Claro que sí!,” lo aseguró ella. “Yo pondré una buena palabra por ti. Pero recuerda: si la lastimas, me romperás el corazón.”
Javier asintió, sintiendo un calor en el pecho, como si ya tuviera su bendición y el sí de Marina.
La primavera avanzaba. Los huertos se llenaban de surcos recién cavados, y las grajillas picoteaban con elegancia. Una mañana, Marina escuchó el rugido de un tractor frente a su casa. Salió al patio en zapatillas, cubierta solo con una viecha chaqueta, y exclamó:
“Javier, ¿qué es esto? ¿Para quién?,” miró fijamente la carga llena de sustrato.
“¡Para ti, claro!,” gruñó él, bajando del tractor. “La abuela lo pidió. Dijo que lo trajera y punto. Abre la cancela. ¡Espera, vas en chanclas! ¡Ve a ponerte algo decente, que te vas a resfriar!” Él mismo abrió la verja, entró con cuidado y dejó el sustrato cerca de la valla.
“¿Cuánto te debo?,” Marina buscó su monedero.
“Nada. A tu abuela, como pensionista, le toca gratis. Guarda el dinero,” cortó Javier, echándole un vistazo rápido antes de irse.
Al día siguiente, su hermano pequeño, Diego, un estudiante de instituto, pasó cuatro días esparciendo el sustrato por el huerto, sin aceptar ni un céntimo.
“Tengo cuentas pendientes con mi hermano,” se encogió de hombros. “Si dice que no coja nada, no cojo.”
“¿Pero qué pasa aquí?,” exclamó Marina. “¿Me han declarado veterana de guerra? ¿O es que ha vuelto el comunismo?”
Carmen confirmó lo dicho por Javier, radiante de satisfacción.
“Ahí tienes la tierra lista para la siembra. El sustrato la hará fértil por años. Planta lo que quieras.”
Una semana después, Javier llegó con un camión de estiércol, amontonándolo tras el jardín y cubriéndolo con plástico.
“Que te sirva,” dijo serio. “Alegra”Gracias, Javier,” sonrió Marina, mientras una cálida sensación empezaba a abrirse paso en su corazón.