En un pueblo pequeño, perdido entre los densos pinos de los Pirineos, en una fría noche de invierno, llegó una loba. La nieve crujía bajo los pies y solo el sonido de las ramas rompía el silencio. El guardabosques Gonzalo, un hombre de sesenta años, salió de su cabaña al escuchar un gemido débil. Allí, junto a la valla del patio, estaba una loba demacrada, huesuda y con ojos llenos de una desesperación muda. No gruñó, no enseñó los dientes, solo lo miró.
Gonzalo dudó un instante, como preguntándose si debía interferir en el curso de la naturaleza. Pero al final entró en la casa y volvió con trozos de carne congelada, restos de caza que guardaba para emergencias. Con cuidado, los dejó cerca de la valla. La loba, sin acercarse, inclinó ligeramente la cabeza, como un gesto de agradecimiento, y desapareció en la oscuridad con su premio.
Desde entonces, la loba regresó sin falta. Siempre sola, siempre en silencio. Se sentaba en el mismo lugar y esperaba. Gonzalo siguió alimentándola, aunque los vecinos empezaron a criticarlo.
—¿Estás loco, Gonzalo? ¡Eso es un depredador! ¿Y si un día te ataca? —le reclamaba su vecina Carmen.
Pero él solo movía la cabeza en silencio. Sabía que un animal hambriento es peligroso, pero si está saciado, volverá al bosque sin molestar a nadie.
Pasaron semanas. El invierno se endureció con ventiscas y nieve hasta la cintura. La loba seguía viniendo, aunque a veces faltaba un día o llegaba más tarde. Hasta que un día dejó de aparecer. Gonzalo esperó. Un día, dos, una semana… un mes entero. Los vecinos comentaban aliviados: —¡Al fin se fue! —Pero a él le pesaba el corazón. Se había encariñado con ella, por extraño que sonara.
Dos meses después, en una de las últimas noches gélidas, escuchó un sonido familiar: un gruñido sordo. El corazón le dio un vuelvo. Corrió al porche y se quedó helado.
Allí estaba la loba, pero no sola. A su lado, a cierta distancia, había dos lobeznos jóvenes. Los tres lo miraban fijamente, sin moverse, sin amenazas. Era una mirada casi humana, serena.
Gonzalo no supo qué decir. Permaneció inmóvil, sintiendo el frío en sus mejillas, hasta que lo entendió: todo ese tiempo, no había alimentado solo a una loba. Había mantenido con vida a su familia. La carne que dejaba no era para ella sola, sino para sus crías. Y ahora los traía, no para cazar ni por miedo, sino… para despedirse. O quizá para agradecer. ¿Quién puede saber lo que piensa un animal?
Permanecieron un momento más. La loba inclinó su cabeza, como aquella primera noche, y los tres se fundieron entre la nieve y los abetos.
Nadie en el pueblo volvió a verlos. Gonzalo nunca contó esta historia en voz alta. Solo algunas noches, mientras miraba hacia el bosque desde su ventana, murmuraba para sí:
—Adiós. Y gracias a ti también, hermana del bosque.
En esas palabras cabían el dolor, la gratitud y la certeza de que, incluso en lo salvaje, hay espacio para la bondad.