Un bolso que lo cambió todo: un encuentro fortuito tras el divorcio y el vacío

El bolso que lo cambió todo: un encuentro casual después del divorcio y la soledad

Lucía volvía a casa después de una cena con amigas. Habían quedado en una cafetería del centro para charlar un rato. Todas estaban casadas menos ella, así que la velada terminó temprano. Nadie le preguntó por su vida sentimental—su divorcio aún era reciente y todavía le dolía. Menos mal que no habían tenido hijos…

Caminaba por un paseo tranquilo del parque, casi desierto. Aún no era noche cerrada y las farolas iluminaban bien el camino. De pronto, escuchó pasos detrás de ella. Lucía aceleró el paso, queriendo llegar pronto a la calle principal. Pero no dio tiempo.

Alguien le arrancó el bolso del hombro de un tirón. Se deslizó y desapareció en la oscuridad. Lucía se detuvo… y, contra todo pronóstico, se echó a reír.

—¿Señorita, está bien? —preguntó un hombre que apareció frente a ella, claramente desconcertado—. ¿Necesita ayuda? ¿Llamo a una ambulancia?

No entendía por qué se reía tras un robo.

—No, tranquilo —dijo Lucía—. Es que me acaban de robar el bolso.

—¿Cómo que le robaron? ¡Hay que llamar a la policía!

—No hace falta. Que cada cual se ocupe de lo suyo. Solo había un espejito y un pintalabios. El móvil lo llevaba en el bolsillo. ¡Pobre ladrón, qué decepción!

Esta vez, el hombre también rio.

—¿Era un bolso caro?

—Para nada. Baratísimo. Lo compré para mi sobrina por su quinceañera, pero hoy me entró el capricho de estrenarlo yo. Vaya, tendré que buscar otro regalo…

—¿La acompaño hasta la salida? Yo también prefiero cambiar de ruta… no vaya a ser que el mismo ladrón quiera hacerme el favor.

—Vamos juntos. Solo queda un trecho corto.

—Aquí nos despedimos, entonces.

—¿Volveremos a vernos?

—Ojalá. Soy Alejandro.

—Lucía. Gracias por acompañarme.

Los dos rieron de nuevo antes de separarse.

—Alejo, ¿dónde te has metido? Ya empezaba a preocuparme —le dijo su madre al llegar a casa.

—Mamá, vendré un poco más tarde de ahora en adelante. Como hoy.

—¿Pasó algo?

—No, todo bien. Me entretuve un momento. Te traje lo que pediste.

—Gracias. No tendrías que venir cada día, no quiero que Marta se enfade…

—No te preocupes. Tú ahora no puedes moverte, y yo estoy aquí. ¿Cuándo es tu próxima cita en el hospital? Pediré el día.

—Qué ganas de quitarme esta escayola…

—Hasta entonces, descansa. Yo me encargo de todo. ¿Cenamos?

—Ya preparo yo…

—Quédate quieta, mamá. Yo lo hago.

Cenaron, y Alejandro se marchó. Todo el camino pensó en Lucía. En ese encuentro casual. En cómo se habían reído juntos en el parque.

Con Marta ya no había nada que hacer. Hacía un mes, su madre se cayó y se rompió la pierna—justo el día que su mujer y él iban a la boda de su prima en otra ciudad. Los planes se vinieron abajo: su madre necesitaba ayuda urgente. Hospital, escayola, cuidados. Marta llamó, gritó, amenazó con el divorcio. Alejandro al principio contestaba, trataba de calmarla. Luego apagó el teléfono. Volvió al amanecer. Marta montó un escándalo:

—¡Tu madre lo hizo a propósito! ¡Siempre me ha odiado!

—¡No es verdad!

—¡La tratas como si fuera de cristal!

—Es mi madre. Tiene más de sesenta. Y está sola.

—¡Mis padres a los cincuenta están como jóvenes! ¡Y la tuya parece una anciana! ¡Yo quiero vivir mi vida! ¡Y tú me lo impides!

—Podrías haber ido sola. La boda no se cancelaba por tu ausencia.

—¡Podían llevarla los médicos! ¡No hacía falta que fueras tú!

Una palabra llevó a la otra… y terminaron divorciándose. Alejandro no abandonó a su madre. Marta empacó sus cosas… bueno, más bien él las empacó. Ni siquiera pensó que se quedaría sin casa.

Lucía entró en su pequeño piso de una habitación. Sus padres lo compraron cuando empezó la universidad. Un año lo compartió con su marido. Seis meses de cuento de hadas. Luego, todo se torció.

No se dio cuenta enseguida de que era ludópata. El sueldo desaparecía, su humor cambiaba de un momento a otro. Todo estalló cuando su suegra apareció exigiendo empadronar a su hijo. “Es hora de que asuma responsabilidades”.

—Nos lo ha quitado todo —confesó la suegra—. Ahora es tu problema.

Lucía se negó. El divorcio fue un infierno. Solo cuando cambió las cerraduras y sacó sus cosas, la dejaron en paz.

Alejandro no podía olvidar ese encuentro. Empezó a pasear por el mismo parque a distintas horas, esperando volver a verla.

Y un día…

—Señorita, ¿es usted la que perdió un bolso aquí?

—¡Sí! ¿Lo encontró?

—No el bolso, pero…

Y así empezó todo. Lucía trabajaba cerca de la casa de la madre de Alejandro. Vivían en el mismo edificio, pero en portales distintos. ¿Casualidad?

Le contó a su madre lo del divorcio. Más tarde, les presentó. Las tres rieron recordando aquella noche.

Hubo una boda sencilla. Nacieron dos niñas. Lucía y su suegra se hicieron inseparables. La madre confesó: siempre quiso una hija. Ahora tenía una nuera querida y dos nietas. Soñadas. Y muy, muy felices.

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