Un año me consumía lentamente por una enfermedad desconocida y ayer vi cómo mi nuera echaba un polvo blanco en mi azucarera.

Hace ya varios años que mi cuerpo se iba apagando lentamente a causa de una enfermedad desconocida, y ayer recuerdo haber visto a mi nuera añadir un polvo blanco en mi azucarera.

La azucarera de porcelana, con un inocente motivo de flores campestres, siempre había ocupado su sitio habitual sobre la mesa de la cocina, pero ahora me parecía una fea trampa a punto de escupir veneno.

Ayer vi a María, la esposa de mi hijo, con una sonrisa angelical, derramar aquel polvo blanco desde un diminuto paquetito apretado entre sus dedos.

Un año entero me fui desvaneciendo, convirtiéndome en una sombra. La debilidad, la niebla mental, la náusea constante, todo ello los médicos explicaban como cambios de la edad y psicosomática.

Casi llegué a creerles. Pero la verdadera causa de mi deterioro no estaba en la edad, sino en la mesa del comedor.

Mamá, ¿no ha comido nada otra vez? la voz de María sonaba empalagosa, como melaza, envolvente y asfixiante. Necesita fuerzas. Diego está tan preocupado.

Me puso delante un plato de avena. En el centro de la masa densa, la cuchara de azúcar se había blanqueado. Procedía de la misma azucarera.

Observaba cómo se disolvían los granos y sentía el frío deslizarse por mi espalda.

Gracias, María. No tengo ganas de nada mi voz resonó apagada, pero extrañamente firme.

¡Pues no empiece otra vez! Habíamos acordado que me obedecería, por el bien de Diego.

Se sentó frente a mí, con una manicura impecable y la mirada compasiva de unos grandes ojos castaños. Por un instante dudé; tal vez todo era una ilusión enfermiza.

Sin embargo, recordé claramente su movimiento furtivo junto a la mesa, cuando creyó que yo seguía en la cama. Entonces no sonreía.

María, debemos hablar dije, apartando el plato.

Claro, madre. Todo mi atención.

Creo que usted y Diego deberían vivir separados. Ya tiene su propio piso.

La sonrisa no vaciló, pero la mirada se volvió dura, calculadora, como quien observa un aparato que se ha averiado.

¿Cómo nos dejaría? ¿En su estado? No podrá dar ni un paso sin nosotros. Diego nunca lo permitiría. Le quiere demasiado.

Pronunció quiere con una presión que la hacía sonar como una carta ganadora. Y, en efecto, era su as bajo la manga.

Mi hijo, Diego, veía en ella a una protectora angelical para su madre indefensa.

Solo quiero tranquilidad le dije sinceramente.

No es usted quien habla, es su enfermedad le respondió suavemente. La pondremos en pie. Por cierto, Diego ha encontrado a un excelente notario. Hemos pensado que convendría formalizar una donación.

Para luego, pues ya entenderá, evitar más líos. Solo por su paz.

Hablaba de mi futuro, de mi muerte, con la misma naturalidad con que se compra pan. Una depredadora que casi ahoga a su presa.

Lo pensaré.

Esa tarde, al esperar a que ellos y Diego se fueran al cine, me puse guantes y vacié todo el contenido de la azucarera en una bolsa.

En la papelera hallé el mismo paquetito diminuto del que María había sacado el polvo. No estaba vacío; quedaba una pequeña cantidad.

Con mucho cuidado la trasladé a un frasco de vidrio que guardaba de los medicamentos y lo escondí.

Entonces comprendí que la lucha no sería por la vida, sino por la muerte. Ya no era débil; me había convertido en una madre que protege a su hijo ciego.

Mi existencia se volvió un thriller de espionaje. Solo comía lo que yo misma preparaba, encerrándome en la cocina.

A cada pregunta de María respondía con una sonrisa: «He decidido hacer dieta, hija. El médico lo recomendó». Las pastillas las tomaba sólo de los envases que yo misma abría.

María observaba. Su máscara de cuidado se iba rajando. Una vez la vi cambiar mis comprimidos antihipertensivos por otros muy parecidos.

¡Ay, madre, sólo quería ayudarla a ordenar los frascos y se ha confundido todo! gorjeó cuando la atrapó tomando mi mano.

Esa noche tuve una dura conversación con mi hijo.

Madre, ¿qué ocurre? María dice que tienes paranoia. La acusas de mezclar tus medicinas. ¿Te das cuenta de cuánto le duele? No duerme, busca los mejores médicos para ti, y tú

Diego, ella me engaña.

¡Basta! se levantaba. Le sería mucho más fácil quedarse en su piso que molestarse con nosotros. Lo hace por amor a mí y a ti. ¿Por qué no puedes aceptar nuestro cuidado?

Lo miré y comprendí que no escuchaba. Repetía sus palabras, su entonación. Cualquier intento de abrirle los ojos se consideraría demencia senil.

El clímax llegó el día del notario. Llegaron sin avisar.

¡Sorpresa, madre! cantó María. Este es Pedro Sánchez. No vamos a demorar la donación.

Diego, avergonzado, apartó la mirada, pero obedeció. Me rodearon.

Puse lentamente el libro a un lado.

Qué coincidencia. Esta mañana hablaba con un viejo conocido, Igor Martínez, abogado. Me aconsejó, en mi «estado», grabar con dictáfono cualquier conversación legal, porque los acuerdos bajo coacción o con una persona vulnerable se pueden impugnar. Señalé el antiguo móvil de botones sobre la mesa; una pequeña luz roja indicaba que estaba grabando.

El rostro de María cambió en un instante. La sonrisa se volvió una mueca depredadora.

¿Para qué? siseó.

Sólo para mi propio desarrollo respondí, mirando a Diego. Diego, no firmaré nada. Pedro, perdón por hacerle perder el tiempo.

Los ojos de María chispearon con odio. Entendió que las reglas del juego habían cambiado.

Tras ese episodio quedó en silencio, pero sentí que solo era la calma antes de la tormenta. No tardó en volver. Al regresar de la clínica, cansada y irritada, vi la puerta de mi habitación entreabierta. Desde allí se escuchaba el crujido de papel rasgado.

María estaba sentada en el suelo, desmenuzando mis cartas, fotos, los dibujos infantiles de Diego, todo lo que componía mi vida. No estaba limpiando, estaba borrando mi existencia.

¿Para qué quieres todo este desorden? lanzó sin volverse. De todos modos pronto no servirá de nada.

En ese momento algo dentro de mí murió y, simultáneamente, nació un filo helado como una espada. «Basta».

Sin temblar, fui a la cocina, tomé el frasco y vertí el polvo en una taza, la cubrí con agua hirviendo. Al volver, María me miró con recelo.

He traído té. Veo que está cansada.

¿Tienes miedo? sonreí. Y bien tienes.

Marqué el número, pero no a mi hijo. Llamé al abogado.

Igor Martínez, estoy lista. Haré lo que me aconsejó.

Luego llamé a Diego.

Hijo, ven ya. María se ha encerrado y grita que no puede seguir viviendo, que ha tomado algo.

Mi voz se quebró. María se sobresaltó.

¿Qué inventas, bruja vieja?

¡Se ha desmayado! ¡La taza está rota! grité, tirando la taza al suelo.

María quedó paralizada, mirando el charco. Todo se dio cuenta, pero ya era demasiado tarde. Me senté en la silla y esperé.

Diego entró, pálido como una pared. Sus ojos saltaban entre María, los fragmentos, las fotos rasgadas.

¿Mamá? ¿Qué ha pasado?

¡Quiso envenenarme! gritó María al unísono. ¡Está loca! ¡Quiso matarme!

¿Es verdad, madre? tembló la voz de mi hijo.

Me acerqué en silencio.

Mira, hijo, no a mí, sino al suelo. Aquí tienes tu primer libro de lectura. Aquí una carta de tu padre del hospital. No me estaba destruyendo a mí, estaba destruyéndote a ti.

Diego se agachó, recogió el trozo. Su rostro se volvió de piedra.

María ¿por qué?

¡Era basura! ¡Solo quería ayudar! vociferó ella.

¿Y eso es ayudar? le entregué el frasco con el polvo. Un año, Diego. Un año entero me alimentó con eso.

Recuerda cómo «accidentalmente» perdía recetas de buenos médicos, o cómo te negaba ser llevado a otro pueblo para un examen. Recuerda todo eso.

Él miró el frasco, luego a su esposa. El asco, la repulsión y el desconcierto cambiaron su comprensión.

¿Es real? susurró.

María no respondió. Había perdido.

Sonó el timbre. No era la policía, sino Igor Martínez acompañado de dos hombres corpulentos y, detrás de ellos, los investigadores que él había llamado antes.

Soy el viejo abogado de Ana Víctor se presentó. Solicito que se registre el intento de envenenamiento y posible fraude. Hay indicios de que la ciudadana María dañó sistemáticamente la salud de mi defendida para apoderarse de sus bienes. Pido que se incauten el frasco y las muestras del suelo.

María cayó al suelo, no por pena, sino por el colapso.

Diego y yo nos quedamos solos. Él se arrodilló, recogiendo los pedazos. Sus hombros temblaban.

No intenté consolarlo; simplemente me senté a su lado y le ayudé. Ambos pagamos un precio demasiado alto por abrir los ojos, pero solo así a veces se escapa de la dulce pero mortal trampa.

Han pasado tres años. A veces parece que esa horrible historia no me ocurrió a mí, sino a otro. Me miro en el espejo y ya no veo una sombra cansada, sino una mujer fuerte con la mirada clara.

La salud volvió poco a poco, y con ella la tranquilidad del alma, el bien más preciado.

María fue condenada a varios años de prisión por tentativa de homicidio con fines lucrativos.

Diego caminó mucho tiempo como quien carga con el peso de la traición. Hablamos mucho, a veces entre lágrimas. Pidió perdón por no haber visto, no haber escuchado, no haber creído. Yo no guardé rencor. Él también era una víctima, al igual que yo; no lo hirió el veneno, sino el golpe al corazón.

Esa cicatriz quedó en él para siempre, pero lo hizo más maduro, más sabio, más atento. Hace un año trajo a casa a Catalina, una joven humilde y sincera, de ojos cálidos.

La observé con recelo, buscando falsedad, pero no la había. Catalina no intentaba agradarme, no fingía. Simplemente era. Traía sus libros favoritos, se sentaba en silencio a mi lado y mirábamos por la ventana; ese silencio era cálido.

Hoy es domingo. El piso huele a manzanas al horno y a canela Catalina está preparando una tarta de manzana con mi receta.

Ana Víctor, ¿ha subido el pastel? escuché su voz.

Entré a la cocina; ella y Diego estaban junto al horno. Él la abrazó por los hombros y ambos miraban la tarta, como si fuera un milagro. Su felicidad no es ostentosa, es real, llena de confianza.

Ha subido, hija, y cómo sonreí. Lo importante es no abrir el horno antes de tiempo.

Lo recuerdo. Decía que el horno es caprichoso.

Catalina recuerda. Escucha. Para ella mi experiencia no es basura, es valor.

Nos sentamos a tomar el té. Diego coloca sobre la mesa una nueva azucarera sencilla, blanca. Yo, tranquila, pongo una cucharada de azúcar en la taza. El miedo se ha esfumado. Sólo queda la comprensión de lo que pueden hacer las personas. Pero con él llegó también otro regalo: el saber cómo se ve el verdadero calor.

Mamá, hemos pensado dice Diego, tomando la mano de Catalina. ¿Qué tal si el fin de semana vamos a la casa de campo? Todos juntos.

Miro a mi hijo, que ha aprendido a ver más allá. A su esposa, que ha traído luz. Y entiendo que no nos han roto; nos han purificado.

Y esa quieta, auténtica felicidad es la mayor recompensa.

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MagistrUm
Un año me consumía lentamente por una enfermedad desconocida y ayer vi cómo mi nuera echaba un polvo blanco en mi azucarera.