¡Hola, tía! Pues no vas a creer lo que me está pasando. Mi marido, José, y yo sólo tenemos un hijo, Alejandro, ya mayor y con su propia familia. De hecho, hace ya un par de años que somos abuelos de dos nietos.
Yo crecí en la época del franquismo, y me casé a los treinta y tantos, cuando todavía se decía que una mujer sin hijos era como una vela apagada. Así que, claro, todo el mundo nos presionó para que tuviéramos descendencia. Al final lo hicimos, y después de que Alejandro nació decidimos que ya era suficiente. Sabíamos que criar a un crío cuesta un pastón; cuanto más hijos, más tienes que aflojar la cartera.
Con educación y con los pelos puestos, logramos darle a Alejandro una buena educación y ponernos tranquilos con nuestras finanzas. Pero él no estaba de acuerdo. Apenas nos casamos, su mujer, Carmen, quedó embarazada y llegó nuestro primer nieto. Los jóvenes no tenían piso propio, así que pidieron un préstamo hipotecario. Nosotros, por cariño, fuimos pagando la cuota mensual. Luego me enteré de que Carmen estaba embarazada de nuevo. Por supuesto les pregunté cómo iban a mantener a dos niños y a la vez saldar la hipoteca. Me respondieron que lo lograrían, y yo les dije: Si lo consiguen, genial.
Al principio lo lograron, pero después Carmen perdió el trabajo y Alejandro se quedó sin puesto. ¿Qué hacen ahora? Se mudaron a nuestro piso en el centro de Madrid, el que alquilamos. José, siempre generoso, les propuso ayudarles a liquidar el préstamo. Así que durante un año entero estuvimos pagando su hipoteca, pensando que les estaríamos echando una mano gigantesca.
Resulta que hace poco descubrí que la hipoteca sigue sin estar saldada; llevan seis meses de retraso. ¿A dónde se ha metido el dinero? José está furioso y dice que ya no tiene fuerzas para seguir. Yo me siento como una tonta, no sé qué decir ni qué hacer. Les hemos echado el apoyo y ahora nos tienen a la espalda, tranquilos, sin mover un dedo. ¿Y ahora qué? ¡Ay, no sé!
Un beso grande, y cuéntame si te ha pasado algo parecido.







