Durante casi tres años, Carolina y yo fuimos inseparables. Nuestro amor parecía fuerte, estable, de esos que nada ni nadie puede romper. Hablábamos de futuro, de viajes, de nuestra casa, de una vida juntos. Nuestras familias ya se conocían y se llevaban bien. Pasábamos las fiestas juntos, planeábamos escapadas de fin de semana, y todos nos veían como la pareja perfecta.
Nuestra boda estaba planeada para el otoño. Faltaban solo unos meses para terminar de organizar los últimos detalles, ahorrar un poco más y, finalmente, comenzar nuestro camino como marido y mujer.
Pero entonces, todo cambió.
Un solo día. Un solo regalo.
Un perro.
Para su cumpleaños, los padres de Carolina le regalaron lo que siempre había soñado desde niña: un hermoso pastor alemán. Lo llamó Zeus. Y desde aquel momento, mi lugar en su vida comenzó a desvanecerse.
Al principio, apenas lo noté. Pensé que era la emoción del momento, algo pasajero. Pero con el paso de las semanas, se hizo evidente que Zeus no era solo su mascota. Se convirtió en su prioridad, en el centro de su mundo.
Nuestras conversaciones dejaron de ser sobre nosotros. Ya no hablábamos de nuestros planes, de nuestro futuro. Todo giraba en torno a Zeus: qué comida era la mejor, qué juguetes comprarle, qué técnicas de adiestramiento usar, cuándo llevarlo al veterinario.
Nuestros paseos dejaron de ser nuestros. Ahora siempre éramos tres: Carolina, Zeus y yo. Pero en realidad, yo solo era una sombra a su lado. Ella solo tenía ojos para él, pendiente de que no se lastimara, de que no comiera nada peligroso, de que no se asustara con otros perros, de que no se cansara demasiado.
Y Zeus…
Él lo entendió antes que yo.
Al principio era algo divertido: pequeños gruñidos cuando intentaba abrazar a Carolina, leves empujones con la pata cuando me sentaba demasiado cerca.
Carolina reía.
— ¡Mira qué celoso es! — decía con ternura. — Me ama demasiado.
Pero Zeus creció.
Y su “celos” dejaron de ser un juego.
A los seis meses, ya era un perro fuerte y dominante. Y para él, yo no tenía cabida en su territorio. Si intentaba besar a Carolina, se interponía de inmediato. Si me sentaba junto a ella, me observaba con ojos fríos, los músculos en tensión. A veces, incluso, gruñía en voz baja. No era un gruñido fuerte, pero lo suficiente para que entendiera la advertencia.
¿Y Carolina?
Ella seguía sin darle importancia.
— Solo me está protegiendo, — decía con una sonrisa mientras lo acariciaba.
Hasta aquella noche.
Estaba de pie frente a su puerta, esperando, como tantas otras veces, a que calmara a Zeus para que me dejara entrar. Pero esta vez, no podía seguir fingiendo que todo estaba bien.
— Carolina, ¿alguna vez has pensado en esto? — pregunté con voz tranquila, aunque por dentro sentía un torbellino. — ¿Cómo imaginas nuestro futuro si tu perro me odia? No puedo ni siquiera entrar a tu casa sin que me mire como si fuera un intruso. Tal vez estaría mejor en casa de tus padres. Tienen un jardín enorme, ahí podría correr libremente.
Me miró.
Y su mirada fue más fría que nunca.
— No.
Una sola palabra.
Y en ese instante, lo comprendí todo.
No quería obligarla a elegir. Solo necesitaba que dijera en voz alta lo que ya sabía en el fondo.
Respiré hondo.
— Dime la verdad, Carolina, — susurré. — ¿Todavía tengo un lugar en tu vida?
Dudó solo por un segundo.
Después, con una voz tranquila, casi indiferente, dijo:
— No creo que haya boda. Zeus se queda. Tú… no lo sé.
Sus palabras fueron como un golpe en el pecho.
Aunque, en el fondo, siempre supe que este sería el final.
Ha pasado una semana.
No hemos hablado desde entonces.
Nuestras familias intentan arreglar las cosas, buscan una solución.
Pero no hay solución.
Porque Carolina ya había tomado su decisión hacía mucho tiempo.
Y esa decisión no era yo.