**Un Acuerdo Justo**
Isabel se iba despacio, con dolor. Su cuerpo, agotado por las quimioterapias, ya no luchaba contra la enfermedad. Y ella misma solo deseaba librarse del sufrimiento de los últimos meses. Los calmantes la mantenían en un estado medio dormida, saliendo a veces como si emergiera del agua para hundirse otra vez en ese sopor que le aliviaba la mente.
Lucía llegaba del colegio, entraba en la habitación, impregnada del olor de los enfermos graves, y miraba fijamente a su madre. Ya no se parecía en nada a la mamá risueña de antes. Yacía con los ojos cerrados, y la niña observaba tensa el movimiento del pecho bajo las mantas: ¿respiraba o no?
—Mamá. ¿Mamá, me escuchas? —llamaba Lucía.
Los párpados de Isabel temblaban, pero no tenía fuerzas para abrirlos. Llegaba entonces la abuela y se la llevaba.
—Vamos, cariño, te daré de comer y luego haremos los deberes. Deja que tu madre descanse.
—Pero si ya duerme todo el tiempo, abuela. ¿Cuándo se va a poner buena? Quiero que todo sea como antes.
—Ay, hija, yo también lo deseo. El sueño es lo primero para recuperarse. —La abuela le servía un plato de cocido madrileño y se sentaba frente a ella, conteniendo las lágrimas.
«Qué injusticia que yo viva y mi hija se muera. Y no puedo hacer nada. Tanto que he rezado, que he ido a la iglesia… ¿En qué he ofendido a Dios?», pensaba con un suspiro.
Isabel murió al amanecer. Carmen, su madre, se levantó a las tres para ir al baño y la vio inmóvil en la cama, pero viva. Lo sabía. Luego se acostó y dio vueltas hasta dormir. Soñó entonces con Isabel pequeña, riendo, alejándose mientras miraba atrás. «¡Espera! ¡Vuelve!», gritó Carmen en sueños y despertó sobresaltada.
Fue corriendo a la habitación y encontró a su hija fría. Cerró la puerta, calentó agua en la cocina y preparó torrijas para Lucía antes de despertarla.
La niña desayunó, se puso el uniforme y se dirigió a la habitación de su madre. Siempre entraba a despedirse antes de ir al colegio.
—No entres, que duerma —la detuvo Carmen—. Mejor llévate esta manzana.
Camino del colegio, la abuela escuchaba distraída a Lucía.
—¿Qué te pasa hoy? —preguntó la niña.
—No he dormido bien —mintió.
Al regresar, llamó a una funeraria.
—¿Cuándo falleció? ¿Por qué esperó tanto? —preguntó el médico con severidad.
—Tuve que llevar a mi nieta al colegio. No debía ver esto…
Luego esperó a que vinieran por el cuerpo. Por suerte, llegaron antes de que Lucía volviera. Mientras paseaba, Carmen intentó pensar cómo darle la noticia, pero no halló palabras. Y en casa, despistada, no evitó que la niña entrara en la habitación.
—¿Dónde está mamá? —preguntó Lucía, volviéndose hacia su abuela.
Carmen, cansada de preguntas, respondió lo primero que se le ocurrió:
—La llevaron al hospital. —Desvió la mirada.
Tal vez la niña sospechó algo o se enfadó por no avisarle. Rechazó la cena, se enroscó en el sofá y miró por la ventana. Carmen no tenía fuerzas para consolarla. ¿Quién la consolaría a ella? Se encerró en el baño, dejó correr el agua y llamó a Andrés, el exmarido de Isabel. Su número seguía en el móvil de su hija.
—¿Qué quieres? —respondió Andrés irritado, sin saludar, pensando que era Isabel.
—Soy Carmen, la madre de Isabel. Ha muerto esta mañana. ¿Podrías quedarte con Lucía unos días? Le he dicho que su madre está en el hospital. Tengo mucho que hacer… No puedo decirle la verdad.
—Sí, iré ahora —respondió él, más calmado.
Media hora después llamaba a la puerta. Lucía lo vio y hasta se alegró, aún resentida con su abuela.
—¿Cómo va todo? —se sentó junto a ella—. ¿El cole no te cansa?
—No —respondió Lucía—. A mamá la llevaron al hospital, pero la abuela no quiere ir a verla.
—Entonces es que no se puede visitar. Pero yo quería invitarte a pasear. Al parque, tomar un helado, al cine…
—¿De verdad? —se ilusionó la niña.
Carmen, mientras, preparaba su mochila. Al salir, le dio a Andrés una bolsa. Se fueron, y ella se dirigió al hospital. Había tanto por hacer…
Los trámites del funeral la dejaron exhausta. Por la noche, apenas podía mantenerse en pie. Ni siquiera le quedaban lágrimas. Un dolor en el pecho la oprimía. «Solo resistir. No derrumbarme», se decía, tomando pastillas.
Después del entierro, Andrés llamó para preguntar cuándo llevaba a Lucía.
—¿Ya te cansa? —quiso lanzarle Carmen, pero sonó a súplica, no a reproche.
—Quiere irse a casa. Vamos ahora. Necesito hablar contigo.
El corazón le dio un vuelco. «¿Qué más? ¿Qué desgracia caerá sobre mí?». Se obligó a levantarse, puso a calentar agua, sacó fiambre y tortilla de los restos del velatorio, dejó a medio beber una botella de vino. Que hiciera el brindis, al fin y al cabo.
Al ver a Lucía, rompió a llorar, dándose cuenta de cuánto la había echado de menos. La niña se abrazó a ella.
—Vamos, hice tortilla y hay natillas.
Se sentaron. Andrés sirvió vino hasta el borde. Quiso hacer un brindis, pero ante la mirada de Carmen, calló. Se lo bebió de un trago y luego la abuela pidió a Lucía que se fuera a su cuarto.
—¿Qué querías decirme? —preguntó Carmen, exhausta.
—No me mire así, Carmen. Vengo en son de paz.
—Ya bastante paz trajiste a esta casa —replicó ella.
—No me eche toda la culpa. Su hija tampoco era una santa —alzó la voz.
—Baja la voz —lo calló—. Ve al grano. Y no pronuncies su nombre.
—Bien. —Bebió de nuevo—. Quería hablar de Lucía. Es pequeña, y usted ya es mayor. Si alguien se entera de que su madre ha muerto, se la llevarán.
—¿Tú avisarás? —saltó ella.
—Déjeme hablar. Usted no está para muchos cuidados, y yo soy su padre.
—¿Qué propones? —Le latía el pecho con fuerza.
—No tengo casa. Voy de aquí para allá.
—De mujer en mujer. Lo tuviste todo y lo malgastaste.
—No me insulte —bufó él—. Si viviera con mi hija, nadie se atrevería a quitármela.
—Ah, ya entiendo. —Carmen reprimió el miedo.
—Lo mejor sería compartir piso. O podemos vender este y comprar dos más pequeños. Legalmente, Lucía viviría conmigo, pero estaría con usted.
—¿Me estás chantajeando?
—Llámelo como quiera. Pero es por su bien. ¿O prefiere que se la lleven?
Carmen respiró hondo.
—Tú no la quieres. Solo quieres el piso —le espetó con crudeza.
—Ya veo que no habrá acuerdo. —Su tono sonó amenazante.
Ella no podía creCarmen cerró los ojos, respiró profundo, y con voz firme le dijo: “Lucía se queda conmigo, y si vuelves a amenazarnos, irás a la cárcel por lo que Pedro grabó en esa llamada”.