Un acaudalado empresario frena su coche en la nieve. Lo que llevaba el niño harapiento lo dejó paralizado de asombro…

Hace mucho tiempo, en un invierno crudo de Madrid, un acaudalado comerciante detuvo su carruaje ante una escena que le heló la sangre. La nieve caía en gruesos copos, cubriendo la plaza mayor con un manto blanco. Los árboles permanecían inmóviles, como esculpidos en hielo. Los columpios de la plaza se balanceaban solitarios bajo el viento gélido, sin niños que los usaran. Todo el lugar parecía abandonado a su suerte.

Entre la nieve apareció un niño de no más de siete años. Llevaba una chaqueta raída y zapatos agujereados, empapados por el frío. Pero él no parecía notarlo. En sus brazos, tres pequeñines, envueltos en mantas desgastadas, temblaban de frío.

El rostro del niño estaba enrojecido por el aire helado. Sus brazos le dolían de tanto cargar a los bebés, pero no se detenía. Los apretaba contra su pecho, intentando darles el poco calor que le quedaba. “Bienvenidos a ‘Charlas con Pepe'”, podría haber dicho alguien en otro lugar, pero aquí solo había silencio. Los trillizos, diminutos y frágiles, tenían los labios morados. Uno de ellos lloriqueó débilmente. El niño inclinó la cabeza y murmuró: “No teman, estoy con vosotros. No os abandonaré”.

A su alrededor, el mundo seguía su ritmo. Carruajes pasaban a toda prisa, la gente corría a refugiarse en sus casas. Pero nadie veía al niño, ni a las tres vidas que intentaba salvar. La nieve caía más densa, el frío se volvía insoportable. Sus piernas flaqueaban, pero seguía avanzando. Había hecho una promesa.

Aunque a nadie más le importara, él los protegería. Pero su cuerpecito, débil y exhausto, cedió al fin. Lentamente, se desplomó en la nieve, sin soltar a los pequeños. Cerró los ojos. El mundo se volvió blanco y silencioso.

Allí, en aquella plaza helada, bajo el peso de la nieve, cuatro almas esperaban. Que alguien las viera.

El niño abrió los ojos. El frío le quemaba la piel. Los copos se posaban en sus pestañas, pero no se los quitó. Solo pensaba en los bebés que llevaba. Intentó levantarse, aunque sus piernas temblaban como juncos al viento. Sus brazos, entumecidos, se aferraban a los pequeños con desesperación. No podía dejarlos caer.

Se incorporó con esfuerzo, paso a paso. Cada movimiento le costaba más. El suelo estaba duro como piedra. Si caía, los niños podrían lastimarse. No se lo permitiría. El viento le desgarraba la ropa, el frío le entumecía los dedos. Pero seguía.

“Inspirad, por favor, aguantad”, susurró a los bebés. Ellos emitieron débiles quejidos, pero seguían con vida. Y eso bastaba.

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Un acaudalado empresario frena su coche en la nieve. Lo que llevaba el niño harapiento lo dejó paralizado de asombro…