Hoy viví una escena en el supermercado que me hizo reflexionar. Ocurrió en un Carrefour de Madrid, entre el bullicio de carritos chirriantes y el murmullo de voces apresuradas. Entre toda esa rutina, una señora mayor que escogía yogures se quedó paralizada al observar algo fuera de lo común.
Un abuelo con canas en las sienes y mirada bondadosa empujaba el carro con calma. Junto a él, su nieto de unos cuatro años armaba un escándalo digno de teatro. El pequeño Alberto, como niño en juguetería, exigía a gritos chocolatinas, galletas Príncipe y bolsas de gusanitos. Arrojó al suelo un paquete de cereales con mirada de mártir, como si el abuelo le hubiera negado el cielo.
Pero el hombre… ni un gesto de impaciencia. Solo su voz serena, casi en susurro: “Aguanta, Oliver. Casi terminamos. Lo estás haciendo genial”.
El niño, lejos de calmarse, redobló su actuación: pataleó, chilló y lanzó un turrón a la cajera. Los clientes alrededor ponían ojos en blanco o se alejaban discretamente.
El abuelo, inmutable: “Respira, Oliver. Ya falta poco para casa”. Pronunciaba cada palabra como un mantra, para el niño o quizás para sí mismo.
Al salir, la señora que lo había observado se acercó a su viejo Seat León. “Disculpe -dijo-, pero su paciencia es admirable. Yo habría perdido los estribos. ¡Qué templanza! Su nieto Alberto es afortunado”.
El abuelo soltó una carcajada. “¡Ah, no, señora! Alberto es el terremoto. Yo soy Oliver”.
La mujer parpadeó, desconcertada, hasta que también rio al comprender: durante todo ese calvario, el abuelo no hablaba al niño. Se repetía su propio nombre como recordatorio: “Tú eres el adulto. Aguanta. Respira”.
Y ahí está la verdadera lección: a veces el amor más grande no es solo contener al otro, sino contenerte a ti mismo. Porque todos necesitamos esa voz interior que nos diga: “Ya casi llegas. Lo estás haciendo bien”. Aunque sea nuestra propia voz.