Último Minuto

La Última Minuta

Antonio se apoyó en el ventanal de su piso en Valladolid y observó a los escolares apresurarse por la calle al amanecer. Unos llevaban abrigos acolchados, otros iban en vaqueros con los tobillos al aire, a pesar de los cinco grados bajo cero. El viento azotaba los cristales, pero los niños parecían inmunes al frío. Sonrió con ironía, casi con envidia. Dio un sorbo al café. Amargo. Lo notó demasiado tarde, pero no quiso volver a la cocina. Sus dedos temblaban ligeramente. La edad. La presión. O tal vez la soledad.

En la pantalla del móvil, una llamada perdida de su hijo titilaba. Sabía que debía devolverla. Si no era ahora, por la noche escucharía en el auricular: «Siempre estás ocupado». Pero no lo estaba. Simplemente no sabía de qué hablar. Su hijo tenía treinta y un años, ya un hombre hecho y derecho. Sus conversaciones eran como negociaciones diplomáticas al borde del fracaso: frías, cautelosas, distantes. Todo lo importante estaba sepultado bajo capas de resentimientos y palabras nunca dichas. Incluso ensayaba lo que diría, pero siempre terminaba en un aburrido: «¿Cómo va el trabajo?».

Se puso su viejo abrigo, unos guantes de lana, cálidos aunque ridículos, y salió. El frío lo azotó como un látigo. El aire olía a carbón quemado y a pan recién hecho, de ese puesto que montaban cada mañana junto al supermercado. El suelo resbalaba, como si toda la ciudad estuviera cubierta de hielo invisible. En la esquina, una mujer vendía empanadillas desde una furgoneta con la puerta entreabierta. El vapor y el aroma de la masa frita lo transportaron al pasado: cuando compraba esas mismas empanadillas para Lucía. Calientes, de cereza. A ella le encantaban, aunque hacía una mueca cuando el jugo le quemaba. Entonces reía, de verdad. Hasta que dejó de hacerlo. De reír, de esperar, de estar con él.

Ahora vivía en Sevilla. Nuevo marido, nuevo trabajo, nueva vida. Solo llamaba en fechas señaladas. Su voz sonaba como hierba seca, sin entonación, sin calor. Siempre percibía en ella cierta cautela, como si quisiera confirmar que él seguía ahí, donde lo había dejado. O quizás, al contrario, esperaba que ya no estuviera.

Dobló hacia el parque. Llevaba más de veinte años viviendo allí. El barrio había cambiado: edificios más altos, portales desconocidos, vecinos nuevos. Solo los recuerdos permanecían en su sitio. Aquel banco donde tomó la mano de Lucía en el noventa y ocho. El bordillo donde se desplomó al enterarse de la muerte de su padre. Todo seguía allí. Menos la gente.

En un banco junto a la fuente, una muchacha fumaba. Joven, el pelo revuelto, la mirada inquieta. Como si esperara a alguien, pero sin certeza de que fuera a venir. A su lado, un bolso y una manta. Antonio casi pasó de largo, pero de pronto sus ojos se encontraron. En ellos había tanta soledad que se detuvo sin pensarlo.

—Perdone… —murmuró ella—. ¿Es usted de aquí?

—Se podría decir —respondió él—. ¿Y usted?

—Estoy esperando a alguien. Debía venir. Pero parece que no lo hará.

Su voz era serena, casi sin emoción. Pero temblaba.

—¿Puedo sentarme con usted un momento? No me siento bien… Sé que es raro.

—No lo es —dijo Antonio, acomodándose a su lado—. A veces solo necesitamos compañía. Da igual de quién.

Guardaron silencio.

Ella apagó el cigarrillo en el borde de la papelera y entrelazó las manos entre las rodillas.

—Rompimos hace un año. Dijo que quizá volveríamos a hablar. Ayer me escribió. Quedamos aquí. A las diez. Ahora son las once.

—La gente rara vez cumple sus promesas. Sobre todo cuando cree que ya lo ha dicho todo. A veces, una cita es solo una forma de despedirse. En silencio.

—¿Y usted… ha esperado a alguien alguna vez? —preguntó ella.

Antonio no respondió de inmediato. Observó los árboles escarchados, el parque sumido en el silencio.

—Toda la vida —dijo al fin—. Primero a mi padre. Luego a una mujer. Después a mí mismo. A veces esperas sin saber a quién. Con la esperanza de que llegue alguien que diga: «Sé lo duro que es». Pero solo llega el silencio. O alguien completamente distinto.

Ella no preguntó a quién se refería. Él no lo explicó.

Se quedaron así. Cinco minutos. Diez.

Hasta que ella se levantó:

—Gracias.

—¿Por qué?

—Por estar. Simplemente por estar.

Se marchó. Él se quedó. Miró el banco vacío. Después sacó el teléfono.

«Hijo».

Pulsó el botón.

Contestó al instante:

—¿Papá? ¿Has llamado?

—Sí. Yo… quería preguntarte. ¿Quedamos este sábado en el parque? Solo para sentarnos. Hablar.

Una pausa.

—Claro —respondió su hijo—. Hacía tiempo que quería hacerlo.

Antonio colgó. Se levantó lentamente. Siguió con la mirada las huellas que se marcaban en la nieve. Respiró hondo.

Y siguió caminando.

Con cuidado.

Para no pasar de largo junto a lo que más importaba.

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