—¡Tú no eres nadie para mí! —gritó Ana, cerrando la puerta con tal fuerza que los cristales del aparador temblaron. Un silencio pesado inundó la casa. Lucía se sentó al borde de la silla, aferrando la taza donde el té llevaba rato frío.
—Mamá, ¿qué pasó? —preguntó la pequeña Carmen, asomándose a la cocina.
Lucía solo movió la cabeza. Las lágrimas brillaban en sus ojos.
—¿Ana volvió a gritar?
—La tutora llamó… —susurró la mujer—. No importa, no es nada…
Carmen se acercó y rodeó a su madre con un abrazo:
—Mamá, no te aflijas. Todo va a mejorar. —Aunque solo tenía trece años, Carmen poseía una madurez sorprendente. A veces parecía mayor que Ana, su hermanastra de quince.
Media hora después, Daniel llegó del trabajo. El aroma de la cena llenó el espacio. Todos, excepto Ana, se sentaron a la mesa.
—¿Dónde está ella? —preguntó él, mirando la silla vacía.
—Está enfadada —respondió Carmen, removiendo con cuidado la sopa.
Daniel observó a su esposa. Ella bajó la mirada, culpable.
—La tutora llamó. Ana suspendió todas las asignaturas. Intenté hablar con ella… —Lucía calló, conteniendo las lágrimas.
Daniel se levantó y fue hacia la habitación de su hija. Llamó a la puerta.
—¡No entres! —se escuchó desde el interior.
—Solo soy yo. ¿Puedo pasar?
La puerta se entreabrió. Ana, tras asegurarse de que estaba solo, lo dejó entrar de mala gana.
—¿Qué desorden es este? —observó la ropa tirada y el envoltorio vacío de fideos instantáneos.
—Lucía otra vez… —comenzó la chica, pero él la interrumpió:
—Yo también hablé con la señora Elena. Es cierto que estás suspendiendo todo. ¿Qué te pasa, Ana?
Ella calló. Comenzó a meter los libros en la mochila.
—No te pido que quieras a Lucía, pero al menos podías respetarla. La lastimas cada día.
—¿Y ella a mí no? ¡Tú la llevaste a ella y a Carmencita al centro comercial, mientras yo me quedaba sola!
—¿Olvidaste que te castigué por escaparte de noche con tus amigas?
—¡Claro! ¡Yo soy la mala, y Carmen la santa!
—¡Basta ya! —la voz de Daniel se volvió cortante—. ¡Te estás pasando!
Salió sin esperar respuesta. En la cocina, Lucía apretaba las manos. Las palabras se atascaban en su garganta. Al mirar a su esposo, no dijo nada. Solo unos minutos después murmuró:
—Ya no sé qué hacer. Ana me rechaza, te tiene celos. Lo intenté, de verdad… pero nunca pude ser alguien importante para ella.
—Lo sé, cariño —Daniel la abrazó—. Pero… ¿qué hacemos?
—Necesitamos separarnos. Temporalmente —dijo Lucía con dificultad.
—¿Qué? —él retrocedió—. ¿En serio?
—Quizás si siente que estás solo con ella… algo cambiará…
Ana escuchó cada palabra, agazapada tras la puerta. En su pecho floreció la esperanza. *Papá volverá a vivir conmigo*.
Por la mañana, Daniel le anunció a su hija que se mudarían al piso antiguo. Carmen rompió a llorar. Irrumpió en la habitación de Ana y gritó:
—¡Odias a mi madre y me quitas a mi papá! —Salió corriendo, golpeando la puerta.
Ana no esperaba ese giro. Al principio se regocijó, hasta que comprendió lo difícil que era vivir sin las manos de Lucía. Nadie cocinaba. Nadie ayudaba con los deberes. Su padre trabajaba, y a ella le tocaba cocer pasta y lavar calcetines. Se volvió rígido, severo, impaciente. Nada como Lucía, que siempre explicaba con dulzura, incluso cuando le gritaban en la cara.
Se acercaba su cumpleaños. Ana decidió hacer un pastel. Buscó una receta, batió la masa… pero se distrajo. El bizcocho se quemó. Cuando Daniel regresó, encontró a su hija llorando sobre el desastre.
—Papá… volvamos a casa —susurró, apoyándose en su hombro—. Perdóname. Te quiero… y a Lucía… y a Carmen…
—Yo también te quiero, hija. Pero volver no es fácil. Las lastimamos. Primero debemos saber si están dispuestas a perdonarnos.
Ana calló. La vergüenza la ahogaba.
—Tienes que entender —dijo Daniel—, Lucía quizá no sea tu madre, pero merece respeto. Y también… debes pedir perdón.
Aquella noche, Ana no pudo dormir. Por primera vez en mucho tiempo, no sentía rabia. Solo vergüenza y dolor. A la mañana siguiente, le pidió a su padre que la llevara donde Lucía y Carmen.
Se disculpó. Sinceramente. Con lágrimas. Ante Lucía. Ante Carmen. Y días después, por primera vez, murmuró: *”Mamá… perdóname”*.
Nadie supo quién quebró más en ese instante.