Hoy me siento a escribir en mi diario, porque hoy todo cobró sentido. En este pequeño pueblo junto al río Ebro, donde la brisa trae el aroma fresco del agua, estuve con Rodrigo durante seis largos años. Pero él nunca se apresuró a pedirme que fuéramos algo más. Vivía cómodamente con sus padres, mientras yo alquilaba un pequeño apartamento en el centro. Para él era perfecto: vernos cuando le convenía, pasar veladas acogedoras en mi casa y luego volver a su rutina, donde todo era seguro y sin complicaciones.
Yo, en cambio, soñaba con una boda y un hogar donde comenzar nuestra vida juntos. Sabía que comprar una casa era mi responsabilidad, así que ahorraba cada euro para la entrada de la hipoteca. Pero algo me atormentaba: ¿por qué Rodrigo nunca hablaba del futuro, a pesar de mis indirectas? Creía que me amaba, pero esa incertidumbre me ahogaba poco a poco. Decidí que era hora de aclararlo.
—No estoy listo para casarme, necesito tiempo— murmuró Rodrigo, evitando mi mirada mientras se apresuraba a marcharse.
Sentí que el suelo desaparecía bajo mis pies. Mis mejillas ardían de vergüenza y mi corazón se partía en mil pedazos. ¿Cómo no lo había visto antes? Él nunca tuvo intenciones de compartir su vida conmigo. Pero la esperanza, esa traicionera compañera, me hizo creer en milagros hasta el final.
Pasó una semana en silencio. Rodrigo desapareció: ni llamadas ni respuestas. Después de navegar entre la rabia y la desesperación, decidí que ya era suficiente. Me concentré en mi sueño: un hogar propio. Ya tenía ahorros para la entrada, y esa meta se convirtió en mi salvavidas, alejándome del dolor del abandono.
Tres meses después, firmé las escrituras de un acogedor piso en las afueras. Entre trámites y papeleo, la imagen de Rodrigo se desvaneció de mi corazón. Por fin, me sentí libre.
Esa misma noche, al salir a comprar, un pequeño gatito se acercó tembloroso a mis pies. Sus enormes ojos verdes, llenos de hambre y miedo, me atravesaron el alma. Nunca había pensado en tener mascotas, pero ese pequeño ser era un reflejo de mi soledad.
—Llévatelo, niña, o los perros de aquí acabarán con él— dijo una anciana al pasar.
No lo dudé. Lo levanté con cuidado. Ahora era dueña de mi vida y de mis decisiones. Así llegó Lúa, un pequeño ovillo de pelaje gris que me miraba con devoción absoluta.
Seis meses después, mi vida parecía encarrilarse cuando, de pronto, Rodrigo reapareció. Llegó con flores y promesas de empezar de nuevo. Aunque el recuerdo del dolor seguía ahí, le di una oportunidad. Hablaba de vivir juntos, y en mi pecho renació una chispa de esperanza.
Hasta que llegó el día que tanto anhelé. Se arrodilló y me pidió matrimonio. Las lágrimas nublaron mi vista, pero sus siguientes palabras destrozaron todo.
—Solo que a Lúa tendrás que sacarla de casa. Tengo alergia y, además, nunca me han gustado los gatos.
El mundo se detuvo. Después de tanto sufrimiento, justo cuando creí que la felicidad estaba al alcance, me ponía un ultimátum.
—Si no quieres echarla, podemos darla en adopción o… dormirla— añadió, interpretando mi silencio como duda.
—¿Estás loco? —mi voz tembló de furia—. ¡Es un ser vivo! ¡Es mi familia!
—¿Familia? —se rió con condescendencia—. Es solo un gato, Marina. Elige: o ella o yo.
Las lágrimas rodaron sin control. Rodrigo intentó secármelas, pero yo solo miraba a Lúa, sentada en un rincón. Su mirada, llena de confianza, parecía decirme: «Tú sabrás qué hacer». Me aparté de golpe.
—Elijo a Lúa —dije con firmeza—. Ella nunca me traicionó ni me puso condiciones. Me ama tal como soy. Fui tonta por creerte de nuevo. Vete. No hay nada más que hablar.
La puerta se cerró tras él. Me desplomé en el suelo y Lúa saltó a mis piernas, ronroneando fuerte. En ese momento lo entendí todo: había tomado la única decisión correcta. Las lágrimas se secaron y el corazón se llenó de certeza. Me esperaba una vida nueva, feliz, con Lúa a mi lado, recordándome que el amor verdadero no exige sacrificios.