**Mi número olvidado**
—¡Mamá, ¿cuántas veces más?! —Paloma arrojó su teléfono sobre la mesa con tanta fuerza que la pantalla parpadeó y se apagó—. ¡Todos los días lo mismo! ¡Todos los malditos días!
—Palomita, cariño, no lo hago a propósito… —Carmen Mendoza apretó entre sus manos su viejo teléfono de botones, cuyos números casi se habían borrado—. Es que se me olvida. La memoria ya no es lo que era.
—¡Se te olvida! —Paloma se levantó del sofá y recorrió la habitación a pasos cortos—. Mamá, ¡te lo he explicado mil veces! Cuando suene, pulsa la tecla verde. ¡La verde! No la roja, no la azul, ¡la verde!
—Yo he pulsado la verde…
—No, mamá, has pulsado la roja porque he escuchado el tono de ocupado. ¡Eso significa que has colgado!
Carmen miró a su hija con impotencia, luego a su teléfono. Pequeño, negro, con botones que a veces le parecían diminutos y otras demasiado brillantes. Recordaba los tiempos en que solo había un teléfono en todo el piso, en el pasillo, y todos los vecinos lo usaban por turnos. Todo era más simple entonces.
—Hija, ¿y si mejor no uso este teléfono? —preguntó en voz baja—. Antes vivíamos bien sin él.
—¡Mamá! —Paloma se detuvo, la miró con una expresión de dolor, como si hubiera escuchado algo terrible—. ¿Cómo que no lo necesitas? ¿Y si algo te pasa? ¿Y si me preocupo? ¿Y si…?
—Vale, vale —cedió Carmen—. Seguiré intentándolo. Enséñame otra vez.
Paloma se sentó a su lado y tomó el teléfono. Sus dedos eran largos, cuidados, con unas uñas pintadas que a Carmen siempre le habían parecido demasiado llamativas. En cambio, sus propias manos, llenas de manchas y con nudillos marcados, parecían las de una anciana al lado de las de su hija.
—Mira, mamá. Cuando suene, se encenderá la pantalla. ¿Ves? Aquí, a la izquierda, el botón verde con el auricular. Es para contestar. A la derecha, el rojo, es para rechazar la llamada. Verde: sí. Rojo: no.
—Verde: sí. Rojo: no —repitió Carmen—. ¿Y si me equivoco?
—No te equivocarás —suspiró Paloma—. Intenta recordarlo así: el verde es como la hierba, como la vida, es bueno. El rojo es como la sangre, como el peligro, es malo.
—Entiendo —asintió Carmen, aunque no veía la relación entre la hierba y su teléfono—. ¿Y cómo te llamo yo?
—Mamá, ya lo hemos repasado. Tocas mi foto en los contactos. ¿Ves? La he configurado yo misma. Aquí está mi foto, con tu letra grande: «Paloma, mi niña». La pulsas y el teléfono marca solo.
Carmen miró la pantalla. Ahí estaba Paloma, sonriente, joven, hermosa. Nada que ver con la expresión cansada que tenía ahora.
—¿Y si no encuentro tu foto?
—¡Mamá, está la primera en la lista! ¡Arriba del todo!
—Vale. ¿Y si se estropea el teléfono?
—No se estropeará —Paloma se frotó las sienes—. Mira, escribiré mi número en la nevera con números grandes. Así puedes llamar desde el fijo.
—Pero no tengo teléfono fijo. Dijiste que no hacía falta porque tenía móvil.
—Entonces pídeselo a los vecinos.
—¿A qué vecinos? —Carmen se quedó perpleja—. No hablo con ellos. Son jóvenes, trabajan, no tienen tiempo.
—Mamá —Paloma se dejó caer en el sofá y se cubrió la cara con las manos—. No sé qué hacer. Te llamo cada día y no contestas. Me preocupo, pienso que te ha pasado algo. Llego y estás perfecta, solo que has pulsado el botón equivocado.
—Perdóname, hija. No quiero disgustarte.
—Sé que no lo quieres. Pero lo haces igual.
Carmen bajó la mirada hacia sus manos. Esas mismas manos que antes cocinaban para toda la familia, limpiaban, cosían y acunaban a Paloma cuando era pequeña. Sabían hacerlo todo. Y ahora no podían con una cajita llena de botones.
—¿Te acuerdas? —dijo de pronto— cuando eras pequeña y te compramos un teléfono de juguete. Rosa, con botones grandes. Hablabas horas imaginando que llamabas a la abuela al pueblo.
—Lo recuerdo —Paloma alzó la vista—. Con él aprendí los números.
—Pues ahora me toca a mí —sonrió Carmen con tristeza—. Todo al revés.
—Mamá —Paloma se acercó—. Vamos a intentarlo otra vez, despacio. Te llamaré ahora mismo y tú contestas. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Paloma tomó su teléfono, buscó el número de su madre y pulsó llamar. El móvil de Carmen vibró y apareció la foto de su hija.
—Mira, mamá, estoy llamando. ¿Ves mi foto?
—La veo.
—Ahora pulsa el botón verde. Este.
Carmen miró la pantalla. Dos botones: verde y rojo. Sabía que debía pulsar el verde. Pero su mano, inexplicablemente, se inclinó hacia el rojo.
—¡No, mamá, ese no! —Paloma le agarró la mano—. ¡Este, el verde!
—Sí, sí, perdona. Ya sé que es el verde.
Carmen pulsó el botón correcto. El teléfono emitió un tono y de repente escuchó la voz de Paloma, tan cerca y al mismo tiempo tan lejos.
—¿Hola, mamá? ¿Me oyes?
—Te oigo —se alegró Carmen—. ¡Te oigo! ¡Lo he conseguido!
—¡Genial! —Paloma colgó—. ¿Ves qué fácil? Vamos a practicar otra vez.
Estuvieron media hora. Paloma llamaba, Carmen contestaba. De diez intentos, acertó siete. Los otros tres, pulsó el rojo.
—Mamá, ¿por qué pulsas el rojo? —preguntó Paloma—. Sabes que es el verde.
—Lo sé. Pero mi mano va sola al rojo. Es más grande, o más llamativo.
—Quizá necesitas otro teléfono. Hay modelos para mayores, con botones grandes y pantalla simple.
—No —respondió rápido Carmen—. Este es especial. Me lo regalaste por mi cumple. Estoy acostumbrada. Solo necesito más tiempo.
—Bien —Paloma la besó en la mejilla—. Me voy al trabajo. Mañana seguimos practicando.
—Claro, hija. No llegues tarde.
Cuando Paloma se fue, Carmen se quedó a solas con su teléfono. Lo dejó sobre la mesa y lo miró fijamente. Después lo tomó entre sus manos. Pequeño, ligero, cabía en su palma. Y sin embargo, era tan complicado.
Intentó encenderlo, encontrar la foto de Paloma. Lo logró. Pulsó. El teléfono pitó y escuchó el tono de llamada. Asustada, pensando que su hija se alarmaría, colgó rápidamente.
Lo intentó de nuevo. Y otra. Al anochecer, ya sabía marcar el número de Paloma. Pero contestar seguía sin salirle. Sus manos temblaban, los botones se le escapaban.
Al día siguiente, Paloma llegó preocupada.
—Mamá, ¡me llamaste quince veces ayer! ¡Quince! Pensé que algo grave pasaba y apenas pude esperar a salir del trabajo.
—Perdona, hija. Estaba practicando.
—¿Practicando? Mamá, si practicas, no hace falta que llY al final, entre risas y abrazos, Carmen aprendió que lo importante no era dominar el teléfono, sino tener siempre a su Paloma cerca, aunque fuera solo al otro lado de la llamada.