Tu número ha desaparecido

—¡Mamá, por favor! —Lucía arrojó su teléfono sobre la mesa con tanta fuerza que la pantalla parpadeó y se apagó—. ¡Todos los días lo mismo! ¡Todos los malditos días!

—Lucita, cielo, no lo hago a propósito… —Carmen apretó entre sus manos su viejo móvil de botones, con los números ya desgastados—. Es que se me olvida otra vez. La memoria ya no es lo que era.

—¡Que se te olvida! —Lucía saltó del sofá y comenzó a caminar por la habitación—. Mamá, ¡te lo he explicado mil veces! Cuando suene el teléfono, pulsas el botón verde. ¡El verde! No el rojo, no el azul, ¡el verde!

—He pulsado el verde…

—No, mamá, has pulsado el rojo, porque he escuchado el tono de ocupado. ¡Eso significa que has colgado!

Carmen miró a su hija con impotencia, luego a su teléfono. Pequeño, negro, con botones que le parecían demasiado pequeños o demasiado brillantes. Recordaba los tiempos en que solo había un teléfono en todo el edificio, en el rellano, y todos los vecinos lo usaban por turnos. Todo era más sencillo entonces.

—Hija, ¿y si mejor no necesito este teléfono? —preguntó en voz baja—. Antes vivíamos sin él.

—¡Mamá! —Lucía se detuvo y la miró con un dolor que parecía desgarrador—. ¿Cómo que no lo necesitas? ¿Y si te pasa algo? ¿Y si me preocupo? ¿Y si…?

—Vale, vale —aceptó Carmen rápidamente—. Seguiré intentándolo. Enséñame otra vez.

Lucía se sentó junto a su madre y tomó el teléfono. Sus dedos eran largos, cuidados, con unas uñas pintadas que a Carmen siempre le habían parecido demasiado llamativas. En cambio, sus propias manos, llenas de manchas y nudillos marcados, parecían ancianas al lado de las de su hija.

—Mira, mamá. Cuando suena el teléfono, se ilumina la pantalla. ¿Ves? Aquí, a la izquierda, el botón verde con el auricular. Eso es «contestar». Y el rojo a la derecha es «rechazar». Recuerda: verde sí, rojo no.

—Verde sí, rojo no —repitió Carmen obedientemente—. ¿Y si me equivoco?

—No te equivocarás —susurró Lucía—. Intenta recordarlo así: el verde es como la hierba, las hojas, es vida, es bueno. El rojo es como la sangre, como el peligro, es malo.

—Entiendo —asintió Carmen, aunque no comprendía qué tenían que ver la hierba y la sangre con el teléfono—. ¿Y cómo te llamo a ti?

—Mamá, esto ya lo repasamos. Toca mi foto en la agenda. ¿Ves? Ya te la guardé. Aquí está mi foto, pone «Lucía hija». Le das y el teléfono marca solo.

Carmen miró la pantalla. Ahí estaba Lucía, sonriente, joven, hermosa. Nada que ver con la mujer cansada y frustrada que tenía delante.

—¿Y si no me acuerdo de dónde está tu foto?

—¡Mamá, es la primera de la lista! ¡La de arriba del todo!

—Vale. ¿Y si se estropea el teléfono?

—No se estropeará —Lucía se frotó las sienes—. Mamá, mejor escribo mi número en la nevera. Con números grandes. Así me llamas desde el fijo.

—Pero no tengo teléfono fijo. ¿No dijiste que no hacía falta si tenía móvil?

—Entonces pídeselo a los vecinos.

—¿A qué vecinos? —Carmen se sintió perdida—. No hablo con ellos. Son jóvenes, trabajan, no tienen tiempo.

—Mamá… —Lucía se dejó caer en el sofá y se tapó la cara con las manos—. No sé qué hacer. Te llamo todos los días y no contestas. Me preocupo, pienso que te ha pasado algo. Y cuando vengo, estás bien, solo has pulsado el botón equivocado.

—Perdóname, hija. No quiero molestarte.

—Lo sé, pero lo haces igual.

Carmen se quedó mirando sus manos. Esas mismas manos que habían cocinado para toda la familia, lavado, limpiado, acunado a una Lucía pequeña. Sabían hacer de todo. Y ahora no podían con una cajita llena de botones.

—¿Te acuerdas? —dijo de pronto—, cuando eras pequeña, tu padre y yo te compramos un teléfono de juguete. Rosa, con botones grandes. Pasabas horas hablando, imaginando que llamabas a la abuela al pueblo.

—Me acuerdo —Lucía levantó la cabeza—. Con él aprendí los números.

—Pues ahora me toca a mí —respondió Carmen con una sonrisa triste—. Todo al revés.

—Mamá… —Lucía se acercó—. Vamos a intentarlo otra vez. Despacio. Ahora mismo te llamo y tú contestas. ¿De acuerdo?

—De acuerdo.

Lucía tomó su móvil, buscó el número de su madre y pulsó el botón verde. El teléfono de Carmen vibró y en la pantalla apareció la foto de su hija.

—Mira, mamá, te llamo. ¿Ves mi foto?

—La veo.

—Ahora pulsa el verde. Este.

Carmen miró la pantalla. Los dos botones, verde y rojo. Sabía que tenía que tocar el verde. Pero su mano fue hacia el rojo.

—¡No, mamá, ese no! —Lucía le agarró la mano—. ¡Este, el verde!

—Sí, sí, perdona. Ya sé que es el verde.

Carmen pulsó el botón correcto. El teléfono emitió un sonido y de repente escuchó la voz de su hija, cerca y a la vez lejos, desde el aparato.

—¿Hola, mamá? ¿Me oyes?

—Te oigo —respondió Carmen, contenta—. ¡Te oigo! ¡Lo he conseguido!

—¡Muy bien! —Lucía colgó—. ¿Ves qué fácil? Ahora otra vez.

Estuvieron practicando media hora. Lucía llamaba, Carmen contestaba. De cada diez intentos, acertaba siete. Tres veces pulsaba el rojo.

—Mamá, ¿por qué tocas el rojo? —preguntó Lucía—. Sabes que es el verde.

—Lo sé. Pero mi mano va sola al rojo. Quizá es más grande. O más brillante.

—¿Quieres que te cambie el móvil? Hay algunos especiales para mayores. Con botones grandes.

—No —respondió Carmen rápido—. Este está bien. Me lo regalaste por mi cumpleaños. Estoy acostumbrada. Solo necesito más tiempo.

—Vale —Lucía le dio un beso en la mejilla—. Me tengo que ir al trabajo. Mañana seguimos.

—Claro, hija. No vayas tarde.

Lucía se fue y Carmen se quedó sola con su teléfono. Lo puso sobre la mesa y lo miró fijamente. Era pequeño, ligero, cabía en su palma. Tantos misterios en algo tan diminuto.

Intentó encenderlo y buscar la foto de Lucía. La encontró. Le dio. El teléfono pitó y escuchó el tono de llamada. Asustada, pensando que Lucía se alarmaría, colgó rápido.

Lo intentó otra vez. Y otra. Al anochecer, supo cómo marcar su número. Pero contestar seguía costándole. Los dedos le temblaban y siempre pulsaba donde no debía.

Al día siguiente, Lucía llegó disgustada.

—¡Mamá, me llamaste quince veces ayer! ¡Quince! Pensé que te había pasado algo.

—Perdona, hija. Estaba practicando.

—¿Practicando? ¡No hace falta que llames de verdad! Puedes tocar los botones sin esperar respuesta.

—¿Y cómo sé si lo hago bien?—Verás, hija —dijo Carmen con voz suave, tomando las manos de Lucía entre las suyas—, quizá el teléfono no es lo importante, sino que estamos aquí, juntas, aprendiendo la una de la otra, como siempre lo hemos hecho.

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