Tú misma lo causaste, mamá

**Tú tienes la culpa, mamá**

Carmen freía unas croquetas cuando llamaron a la puerta. Dejó la cocina para abrir.

—Mamá, es para mí —la detuvo la voz de su hija a medio camino—. Ya abro yo.

—Vale, no lo sabía…

—¿Qué haces ahí parada? Ve a freír tus croquetas —dijo la hija con irritación, volviéndose desde la entrada.

—¿Por qué *mis* croquetas? Compré la masa en la charcutería…

—Mamá, cierra la puerta —la joven puso los ojos en blanco.

—Podías haberlo dicho antes —Carmen regresó a la cocina, cerrando la puerta tras de sí. Se acercó a la sartén, apagó el fuego y, tras un momento de duda, se quitó el delantal y salió.

En el recibidor, su hija, Laura, se ponía la chaqueta. A su lado, David, su novio, la miraba con adoración.

—Hola, David. ¿Adónde vais? Quedaos a cenar.

—Hola, señora —sonrió él, mirando a Laura en busca de aprobación.

—Tenemos prisa —respondió ella sin mirar a su madre.

—¿Seguro? Todo está listo —insistió Carmen. David vaciló.

—¡No! —cortó Laura—. Vamos —la tomó del brazo y abrió la puerta—. Mamá, ¿la cierras?

Carmen se acercó, pero no del todo, dejando una rendija para escuchar.

—¿Por qué le hablas así? Huele delicioso, no me importaría quedarme.

—Vámonos. Cenaremos en un bar. Estoy harta de sus croquetas.

—¿Cómo pueden cansarte? Adoro las croquetas de tu madre, las comería cada día —dijo David.

Carmen no entendió la respuesta de Laura. Las voces se alejaron.

Cerró la puerta y entró en el salón. Su marido, Javier, miraba la televisión.

—Vamos a cenar, que se enfría.

—¿Eh? Ahora voy —se levantó del sofá y pasó junto a ella sin mirarla.

—¿Qué hay hoy? —preguntó con tono exigente.

—Arroz con croquetas y ensalada —respondió Carmen, destapando la sartén.

—Ya te he dicho mil veces que no como cosas fritas.

—Les he echado un poco de agua, casi están al vapor. —Se quedó quieta, con la tapa en la mano.

—Bueno, vale. Pero que sea la última.

—A nuestra edad, no conviene hacer dieta —comentó ella, sirviéndole el plato.

—¿Qué edad? Tengo cincuenta y siete. Para un hombre, es la plenitud. —Clavó el tenedor en una croqueta y le dio un bocado.

—¿Os habéis puesto de acuerdo hoy? Laura se ha ido sin cenar, tú pones pegas… Si dejo de cocinar, ya sabréis lo que vale un peine. ¿Creéis que en los bares es mejor?

—Pues no cocines. A ti tampoco te vendría mal adelgarcar. Pronto no pasarás por la puerta. —Terminó la primera croqueta y cogió otra.

—¿Ah, sí? ¿Te parezco gorda? Y yo rompiéndome la cabeza, preguntándome por qué de repente te cuidas. Te compraste unos vaqueros nuevos, una cazadora de cuero, una gorra… Hasta te afeitaste la cabeza para disimular la calva. ¿Para quién es todo eso? No para mí, desde luego. «Gorda»… ¿Tienes con quién compararme? —preguntó Carmen, dolida.

—Déjame cenar en paz. —Pinchó el arroz, pero lo dejó caer—. Pásame el ketchup.

Carmen sacó el bote de la nevera y lo golpeó contra la mesa antes de salir sin decir nada. Su cena quedó intacta.

Se encerró en la habitación de Laura y se sentó en la cama. Las lágrimas brotaron.

*«Cocinas, te esfuerzas, y ellos… Lo doy todo por ellos, y ni un gracias. Javier se rejuvenece, mira a otras. «Gorda». Laura me trata como a la asistenta. Si estoy jubilada, ¿pueden pisotearme? Trabajo más que cuando tenía empleo. Me levanto antes que todos, sin descanso. Me he dejado pisotear. Ahora van a lo suyo, tan frescos»*.

Las lágrimas rodaron. Se las secó con furia.

Siempre creyó que tenían una buena familia. Laura estudiaba en la universidad. Javier no bebía, traía dinero a casa. Todo estaba en orden. ¿Qué más querían?

Se miró al espejo. *«Sí, he engordado, pero no estoy gorda. Las arrugas se notan menos con las mejillas llenas. Siempre me gustó comer. Cocino bien. Pero a ellos no les importa. Antes me arreglaba el pelo. Ahora lo recogo para no estorbarme. ¿Acaso voy a limpiar en tacones? Aunque… debería adelgazar. Y teñirme el pelo»*.

A la mañana siguiente, no se levantó temprano. Fingió dormir. *«Estoy jubilada. Que preparen su desayuno»*.

Sonó el despertador. Se giró hacia la pared.

—¿Qué pasa? ¿Estás enferma? —preguntó Javier sin preocupación.

—Ajá —murmuró bajo las sábanas.

—Mamá, ¿te encuentras mal? —entró Laura.

—Sí, preparaos el desayuno —respondió con voz débil.

Laura resopló y se fue. Pronto oyó el hervidor, la nevera, voces apagadas. Javier entró, oliendo a colonia cara. Luego se fueron.

Carmen se levantó una hora después. En el suelo, tazas sucias y migajas. Decidió no limpiar. *«No soy la criada»*.

Se duchó y llamó a su amiga de toda la vida, Lola.

—¡Carmen! —respondió ella con alegría—. ¿Qué tal? ¿Aburrida de ser jubilada?

Carmen dijo que echaba de menos salir, que hacía tiempo que no visitaba la tumba de sus padres. ¿Podría quedarse con ella unos días?

—¡Claro! ¿Cuándo vienes?

—Hoy mismo.

—¡Perfecto! Haré empanadas.

Carmen dejó una nota: *«Me voy a casa de Lola. No sé cuándo volveré»*.

En el autobús, dudó. *«Que aprendan a vivir sin mí»*. Pero los billetes estaban disponibles. Subió.

Lola la recibió con abrazos. Tomaron café con empanadas recién horneadas.

—Cuéntame, ¿qué pasó?

Carmen lo explicó todo.

—Bien hecho. Que sufran un poco. Apaga el móvil.

—¿No es demasiado?

—Para nada. Mañana vamos a la peluquería. Te cambiará el look.

Pasaron tres días antes de que Carmen encendiera el teléfono.

—Mamá, ¿dónde estás? Papá está en el hospital —gritó Laura.

El corazón le dio un vuelto. Lola la acompañó a la estación.

En el autobús, Laura le contó la verdad: Javier la engañaba.

—Lo vi salir del portal de al lado. Me pidió que no te lo dijera. Cuando te fuiste, ni siquiera volvió a casa. Ayer, el marido de esa mujer —trabajaba a turnos— los pilló. Tuvieron una pelea. A papá le rompieron dos costillas y tuvo una hemorragia cerebral, pero ya está estable.

Carmen llegó al anochecer. Javier estaba en el hospital.

—Mamá, ¡qué cambio! No te reconozco —Laura hablaba con respeto, pegada a ella toda la noche.

—Me asusté pensando que no volverías.

—SAl día siguiente, Carmen visitó a Javier en el hospital, y aunque el amor ya no era el mismo, comprendió que la familia, con sus fallos, seguía siendo el refugio donde todos, incluso ella, podían encontrar perdón y una segunda oportunidad.

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MagistrUm
Tú misma lo causaste, mamá