Tú me lo debes, madre

**Me lo debes, mamá**

Valeria conoció a su futuro marido en la calle. Había dormido demasiado y llegó tarde al examen. Corrió hacia la parada, pero el tranvía se marchó justo delante de sus narices.

—¡Vaya por Dios! —exclamó, golpeando el suelo con el pie, frustrada—. Ahora sí que llego tarde.

—Oye, ¿adónde tienes que ir? —Un chico se detuvo en bicicleta a su lado—. Puedo llevarte.

—¿En bici? ¿Estás de broma? —respondió con irritación.

—Bueno, es mejor que ir andando. O puedes esperar al siguiente tranvía… si es que llega —dijo él, mirándola expectante.

No había móviles en esa época, los teléfonos públicos rara vez funcionaban, y no podías parar un taxi así como así. ¿Qué tenía que perder?

—Llegaremos más rápido que en tranvía, atajando por los patios —insistió el chico.

Valeria se mordió el labio, indecisa, pero el tiempo corría. Se acercó a la bici y se sentó de lado en el portaequipajes.

—Agárrate fuerte —dijo él, empujándose del bordillo. La bicicleta tambaleó al arrancar, y Valeria casi se baja del susto, pero pronto cogió velocidad y se estabilizó. En diez minutos, llegaron a la facultad de Medicina. Valeria saltó de la bici.

—Gracias —dijo, notando el sudor en las sienes del chico—. ¿Ha sido duro?

—Un poco —admitió con sinceridad—. ¿Cómo te llamas? —Él seguía montado, con un pie apoyado en el escalón de la entrada. Sus rostros quedaron a la misma altura.

—Valeria. ¿Y tú?

—Alejandro. ¡Suerte con el examen! —dijo antes de alejarse.

Valeria lo siguió con la mirada y entró corriendo.

Cuando llegó al aula, los primeros ya estaban dentro. Los estudiantes repasaban apuntales contra las paredes. Valeria intentó tranquilizarse y concentrarse. La puerta se abrió, dejando salir a un Sergio Muñoz con una sonrisa tonta de satisfacción.

—¿Sobresaliente? —preguntó Valeria.

—Notable. ¡Pero me vale! —contestó él, agitando su libreta.

—Siguiente —dijo una auxiliar desde la puerta, observando a Valeria con curiosidad—. Cuando uno salga, entra el siguiente. No avisaré más.

Los estudiantes dudaron. Valeria respiró hondo y entró. Cogió un examen, leyó las preguntas y supo que las dominaba.

—Número —le apremió la auxiliar.

—Trece.

—Coge papel y prepárate. ¿Alguien está listo? —preguntó, mirando al resto.

—Yo —soltó Valeria.

La auxiliar arqueó una ceja.

—¿Segura? Quizá deberías…

—Estoy segura —la interrumpió.

La mujer miró al profesor, quien asintió. Valeria se acercó a su mesa.

—¿Y bien? —preguntó una compañera cuando salió.

—¡Sobresaliente! —respondió Valeria, conteniendo la euforia.

—¿Con quién lo hiciste?

—Con el catedrático. Hoy estaba de buen humor —añadió antes de bajar las escaleras, sus tacones repiqueteando en los peldaños.

Al salir, vio a Alejandro esperándola junto a su bici, apoyada en un árbol. Valeria bajó volando los escalones.

—¿No te has ido?

—Quería saber cómo te había ido.

—¡Genial! —sonrió.

—¿Vamos?

—¿Adónde? —preguntó, desconcertada.

No pensaba estudiar hoy, pero tampoco iba a ir con un desconocido.

—Donde quieras. Podemos pasear en barca, ir al cine o simplemente caminar.

—¿Y no trabajas?

—Todavía me queda una semana de vacaciones.

Pasearon en barca, tomaron algo en una cafetería y vieron una película en el cine. Al despedirse al anochecer frente a su casa, Valeria supo que estaba enamorada.

—¿Dónde estabas? Ya me preocupaba. ¿Qué tal el examen? —preguntó su madre en cuanto entró—. No es momento de distraerse. Si suspendes, perderás la beca.

—No voy a suspender —prometió.

Un año después, se casaron. Alejandro era mayor, con trabajo estable. Alquilaron un piso pequeño y destartalado, pero fueron felices allí.

Años más tarde, el padre de Alejandro murió de un infarto mientras daba clase en la universidad. Su madre, destrozada, perdió el rumbo, vagando por la casa o tumbada en la cama, mirando al techo.

Preocupado, Alejandro propuso mudarse con ella para cuidarla. Valeria aceptó. Volvía antes de la facultad, cocinaba y limpiaba. Cuando su suegra entraba en la cocina, la miraba como si no la reconociera.

Valeria compartió sus sospechas con su marido. Alejandro llevó a su madre al médico. El diagnóstico confirmó sus temores: demencia acelerada por el duelo. Un año después, la mujer fue atropellada. Había salido a comprar leche, que su marido tomaba cada día.

Se quedaron solos en el piso. Poco después, nació su hijo, Nicolás. Vivieron felices, con sus peleas y reconciliaciones, hasta que todo se desmoronó.

Valeria notó que Alejandro se distanciaba. Criticaba su peso, su aspecto…

—Deberías ir al gimnasio, cuidarte. Hacerte la manicura, cambiar de peinado…

Ella sabía que tenía razón, pero dolía. Él tampoco estaba como antes.

—No puedo llevar uñas largas, soy dentista.

Empezó a sospechar que la engañaba, pero llegaba puntual, sin viajes de trabajo. Hasta que, el día de su cumpleaños, anunció que lo celebraría en un restaurante con su jefe y otros invitados.

—Quiero impresionar. Será una cena importante.

Valeria se compró un vestido nuevo, se arregló. Antes, él la habría halagado; esta vez, apenas la miró.

En el restaurante, brindaron con discursos. El jefe felicitó a Alejandro por su ascenso. Luego llegaron los bailes. Valeria rechazó bailar, fingiendo cansancio. Alejandro sacó a una joven.

Al retirarse al baño, escuchó a dos mujeres hablar:

—¿En serio piensas que dejará a su mujer? Tienen un hijo.

—Ya veremos —respondió una voz juvenil.

Cuando regresó, su marido seguía bailando con esa chica, susurrándole. Valeria salió sin decir nada.

En casa, Alejandro la culpó por “humillarlo”. Ella estalló:

—¡Tú me humillas! Tienes una amante. ¿Le prometiste divorciarte? Pues adelante.

—No lo negaré. Y el piso es mío, de mis padres. Tú te vas. Jana está embarazada.

Sin gritar ni llorar, Valeria empacó. Su madre la recibió con reproches:

—Vuelve con él. Un buen hombre no se abandona.

Fingió aceptar. Al día siguiente, una compañera le habló de un anciano enfermo.

—Necesita cuidadora. Su familia promete dejarle el piso.

Valeria aceptó. Su madre protestó, pero ella insistió.

Cuidar al viejo fue duro. Él apenas comía. Pasó ocho meses así, hasta que murió.

Sorprendentemente, la familia cumplió: el notario le entregó los papeles del piso.

Con el tiempo, su hijo Nicolás se casó. Cuando nació su nieta, él reclamó el piso:

—Véndelo, cómprate algo pequeño y dame el resto.

Valeria terminóAl final, Valeria comprendió que, a pesar de todo, la vida seguía, y respiró hondo antes de abrir la puerta a un nuevo comienzo.

Rate article
MagistrUm
Tú me lo debes, madre