—¿Tu madre se va un mes entero? Pues yo me voy a la mía —dijo la mujer con la maleta ya en la mano.
Lucía tenía un plan. Sencillo, como un sueño infantil: unas vacaciones con su marido en la costa. Javier había prometido que este año, sin falta, irían. Billetes comprados, hotel reservado, maletas casi hechas…
—Luci, lo siento —Javier no levantó la vista del móvil—. En el trabajo hay un lío tremendo. Se cancela todo.
Un pinchazo en el corazón. Pero no por la sorpresa, sino por la decepción de siempre. Después de años de matrimonio, Lucía sabía que los planes de él siempre iban por delante de los suyos.
—No pasa nada —se tragó el orgullo—. Al menos descansaré en casa. Leeré, me sentaré en el balcón.
¡Por primera vez en años, silencio en casa! Café tranquila, su novela policiaca favorita, atardeceres en el balcón. Parecía que el destino le estaba regalando un respiro.
Pero al destino le gusta el humor negro.
—Ha llamado mi madre —Javier sonreía contento—. Ha cancelado el balneario. ¿Para qué gastar dinero si estás en casa y libre? Y de paso, pasa tiempo conmigo.
Carmen Fernández. Una mujer con voluntad de hierro y la firme convicción de que el mundo entero le debía pleitesía.
—¿Un mes? —la voz de Lucía tembló.
—¡Sí! ¿No es genial? —Javier sonreía como un niño al que le acaban de dar un helado.
Y de pronto, Lucía vio sus vacaciones convertidas en días interminables en la cocina, órdenes constantes de su suegra y la sensación de ser una invitada en su propia casa.
—Claro, genial —asintió.
Tres días después, Carmen Fernández entró en su piso como un tanque en una ciudad ocupada.
—Lucía, ¿por qué el azúcar no está en su bote? —sus primeras palabras tras el “hola”.
—Mamá, pasa, siéntate —Javier se movía alrededor de ella.
Y Lucía entendió: sus vacaciones se habían convertido en un mes de servicio de camarera.
—¿Vas a hacer cocido? —Carmen se acomodó en el sillón como en un trono—. Pero no muy salado. Y que la carne esté bien hecha.
Lucía fue a la cocina sin decir nada.
**Nuevas reglas**
Carmen se instaló como un general en territorio conquistado. El primer día dejó claro que las vacaciones de Lucía habían terminado.
—Lucía, ¿dónde están las cacerolas buenas? —la suegra revolvía los armarios—. Estas son muy pequeñas. Y, ¿por qué las especias no están en orden alfabético?
Lucía reordenaba los botes en silencio. En su propia cocina, se sentía de pronto como una intrusa.
—Mamá, no te preocupes —Javier leía las noticias—. Lucía lo hará todo.
Sí, claro. Lucía lo haría todo. Como siempre.
A la semana, su rutina era: levantar a las siete, desayuno especial para la suegra (nada graso, ni salado, ni picante), limpiar, cocinar la comida, la merienda, la cena, fregar los platos. Y así, en bucle.
—Estás muy apagada —comentó Javier—. ¿No serán las vitaminas?
¿Vitaminas? Lo que necesitaba no era vitamina C, sino vitamina “Vida Propia”.
**El balcón, su último refugio**
Su única salvación era el balcón. Allí podía respirar. Mirar al cielo. Pensar.
—¡Lucía! —la voz de Carmen cortó el silencio—. ¿Dónde estás? ¡Necesito té!
—¡Voy! —respondió automáticamente.
Pero sus piernas no se movían. Una idea le daba vueltas en la cabeza: *”¿Y si no voy?”*
Tan atrevida que casi le quitó el aliento.
—¡Lucía! ¿Es que no me oyes?
—Te oigo —murmuró al vacío—. Perfectamente.
Pero al final fue a preparar el té.
**El punto de inflexión**
—Lucía —Carmen hablaba desde el sofá como un juez ante el tribunal—. Estás muy antipática. Siempre escapando al balcón. No sabes tratar a la familia.
¿Familia? Lucía se atragantó con el aire.
—Pensé que venía a descansar —continuó su suegra—, pero aquí es como si nunca hubiera salido de la cocina. Cocinar, limpiar, servir.
Lucía se quedó petrificada con el trapo en la mano. El mundo se le había dado la vuelta. ¿Ella en la cocina? ¿Ella limpiando? ¿Quién era entonces Lucía?
—Perdone —dijo con una calma que sorprendió hasta a ella misma—, pero la que cocina y limpia soy yo. Todos los días. Desde hace dos semanas.
—¡Lucía! —Javier se indignó—. ¿Qué dices? ¡Mi madre es una invitada!
Invitada. La que llevaba dos semanas dando órdenes en una casa que no era la suya. La que había convertido a la dueña en la sirvienta.
—Sí —asintió Lucía—. Tienes razón. Tu madre es la invitada. ¿Y yo qué soy?
**Una revelación nocturna**
Esa noche, cuando Carmen se instaló ante el televisor, Lucía se acercó a su marido:
—Javi, tenemos que hablar.
—Espera, que están echando las noticias…
—Ahora —repitió con firmeza.
Javier la miró sorprendido. En su voz había un tono que no escuchaba desde hacía años.
—Mira, si tu madre está aquí de vacaciones —habló despacio, cada palabra clara como un martillazo—, yo me voy de vacaciones con la mía.
—¿Te has vuelto loca? —Javier se levantó de un salto—. ¿Y qué pasa con la casa? ¿Y con mi madre?
—¿Y qué pasa conmigo? —preguntó Lucía, y fue a hacer la maleta.
En el dormitorio, mientras doblaba su ropa, sonrió por primera vez en dos semanas. De verdad.
Mañana iría a casa de su madre. A esa casa donde nadie la trataba como a una criada. Donde podía sentarse en silencio con un té. Donde nadie gritaba: *”¡Lucía, dónde estás!”*
—Yo también necesito vacaciones —le dijo a su reflejo en el espejo.
Y el reflejo, por primera vez, le devolvió el gesto.
**Operación “Escape de la ama de casa”**
A la mañana siguiente, Lucía estaba en la entrada con su maleta. Carmen, al verla, puso cara de haber visto un ovni.
—¿Y tú adónde vas? —su voz temblaba de indignación.
—A casa de mi madre. A descansar —respondió mientras se abrochaba la chaqueta.
—¡¿Y quién va a hacer el desayuno?! —Carmen se llevó una mano al pecho—. ¿Y la comida?!
—Javi sabe freír huevos —contestó sin inmutarse—. Además, usted misma dice que cocinar y limpiar lo puede hacer cualquiera.
Javier salió del baño con media cara llena de espuma de afeitar:
—¡Lucía, no puedes irte así como así!
—Claro que puedo —sonrió—. Mira qué fácil es.
Y cerró la puerta de un portazo.
**El caos post-Lucía**
Los primeros tres días sin ella fueron el apocalipsis.
Carmen, acostumbrada a su papel de diva, descubrió la cruda realidad: su hijo solo sabía calentar comida precocinada y hacer café instantáneo.
—Hijo —se quejaba, pinchando sin ganas una ensalada de bolsa—, ¡pensé que al menos sabrías hacer algo!
—¡Mamá, yo trabajo! —Al final, Javier aprendió que una casa no se sostiene sola, y que el amor verdadero empieza por respetar el espacio y el cansancio del otro.