— ¿Tu madre se va un mes? Entonces yo me voy con la mía — dijo la esposa mientras ya tenía la maleta lista.

Hacía mucho tiempo, pero todavía lo recuerdo como si fuera ayer.

—¿Tu madre se va un mes entero? Pues yo me voy con la mía —mi esposa ya estaba en la puerta con la maleta.

Lucía tenía un plan. Sencillo, como el sueño de una niña: unas vacaciones con su marido junto al mar. Álvaro lo había prometido— «Este año seguro que vamos». Los billetes estaban comprados, el hotel reservado, las maletas casi hechas…

—Luz, lo siento —Álvaro miraba el móvil sin levantar la vista—. Hay un lío enorme en el trabajo. Se cancela todo.

El corazón le dio un vuelco, pero no por sorpresa, sino por esa decepción familiar. Tras años de matrimonio, Lucía ya sabía: los planes de su marido siempre eran más importantes que los suyos.

—No pasa nada —se tragó el orgullo—. Al menos descansaré en casa. Leeré, me sentaré en el balcón…

Por primera vez en años, ¡silencio en casa! Un café tranquilo, su novela favorita, el atardecer desde el balcón. Parecía que el destino le regalaba un respiro.

Pero al destino, al parecer, le gustaban las bromas pesadas.

—Ha llamado mamá —Álvaro sonreía satisfecho—. Ha cancelado el balneario. «¿Para qué gastar dinero si tú estás en casa libre?», dijo. Y de paso, me verá a mí también.

Carmen Segovia, una mujer con voluntad de acero y la convicción de que el mundo entero le debía pleitesía.

—¿Un mes? —la voz de Lucía tembló.

—¡Claro! ¿No es estupendo? —Álvaro sonreía como un niño al que le acaban de dar un helado.

Y entonces, Lucía vio su «vacación»: días en la cocina, un constante «tráeme esto», la voz autoritaria de su suegra, y la pérdida del derecho a opinar en su propia casa.

—Sí, qué bien —asintió.

A los tres días, Carmen entró en su piso como un tanque en una ciudad ocupada.

—Lucía, ¿por qué el azúcar no está en el bote de cristal? —sus primeras palabras tras el «hola».

—Mamá, pasa, siéntate —Álvaro revoloteaba a su alrededor.

Y Lucía entendió: sus vacaciones se habían convertido en un mes de servicio doméstico.

—¿Vas a hacer cocido? —Carmen se acomodó en el sillón como si fuera un trono—. Pero que no quede muy fuerte, y la carne bien hecha.

Lucía calló y se fue a la cocina.

**Las nuevas normas**

Carmen se instaló en la casa como un general en territorio conquistado. A la tarde del primer día, quedó claro que las vacaciones de Lucía habían terminado.

—Lucía, ¿dónde están las ollas buenas? —la suegra rebuscaba en los armarios—. Estas son muy pequeñas. ¿Y por qué las especias no están en orden alfabético?

Lucía, en silencio, reordenó los botes. En su propia cocina, de pronto, se sentía una intrusa.

—Mamá, no te preocupes —Álvaro leía el periódico—. Lucía lo hará todo.

Sí. Claro. Lucía lo hará todo. Como siempre.

Al final de la semana, su rutina era así: levantarse a las siete, el desayuno especial para Carmen (ni grasas, ni sal, ni picante), limpiar, cocinar la comida, la merienda, la cena, recoger. Y vuelta a empezar.

—Estás muy apagada —comentó Álvaro—. ¿Te iría bien tomar vitaminas?

¿Vitaminas? Lo que necesitaba no era vitamina C, sino vitamina “Vida Propia”.

**El balcón, último refugio**

Su única salvación era el balcón. Allí podía respirar. Mirar al cielo. Pensar.

—¡Lucía! —la voz de Carmen cortó el silencio—. ¿Dónde estás? ¡Necesito el té!

—¡Voy! —respondió automáticamente.

Pero sus piernas no se movían. Solo una idea daba vueltas en su cabeza: *¿Y si no voy?*

Era una idea tan atrevida que casi le cortó la respiración.

—¡Lucía! ¿Es que no me oyes?

—Te oigo —susurró al viento—. Perfectamente.

Pero, al final, fue a preparar el té.

**El punto de ebullición**

—Lucía —Carmen hablaba desde el salón, como un juez en su tribuna—. Estás muy ausente. Siempre te vas al balcón. No sabes tratar a la familia.

¿Familia? Lucía atragantó el aire.

—Pensé que vendría a descansar —continuó la suegra—, pero parece que me he mudado a otra cocina. Cocinar, limpiar, servir.

Lucía se quedó quieta, con el trapo en la mano. El mundo se había vuelto del revés. ¿*Ella* estaba en la cocina? ¿*Ella* cocinaba y limpiaba? Entonces, ¿quién era Lucía?

—Perdone —su voz sonó extrañamente calmada—, pero la que cocina y limpia aquí, soy yo. Todos los días. Desde hace dos semanas.

—¡Lucía! —Álvaro se indignó—. ¿Qué dices? ¡Mi madre es una invitada!

Una invitada que llevaba dos semanas dando órdenes en su casa, convirtiendo a la dueña en la criada.

—Sí, tienes razón —asintió Lucía—. Tu madre es una invitada. *¿Y yo qué soy?*

**La revelación**

Esa noche, cuando Carmen se instaló ante la tele, Lucía se acercó a su marido:

—Álvaro, necesito hablar contigo.

—Espera, vamos a ver las noticias…

—Ahora —repitió ella con firmeza.

Su marido la miró sorprendido. En su voz había un tono que no escuchaba desde hacía tiempo.

—Mira, si tu madre está aquí de vacaciones —hablaba bajo, pero cada palabra era clara como un martillazo—, yo me iré de vacaciones con la mía.

—¿Te has vuelto loca? —Álvaro se incorporó—. ¿Y quién se ocupa de la casa? ¿Y mi madre?

—*¿Y quién se ocupa de mí?* —preguntó, y fue a hacer la maleta.

En el dormitorio, doblando su ropa, sonrió por primera vez en dos semanas. Una sonrisa real.

Al día siguiente, iría a casa de su madre. A la casa donde nadie la trataba como a una sirvienta, donde podía sentarse en silencio con un té, donde nadie gritaría: *«¡Lucía, dónde estás!»*

—Yo también merezco vacaciones —le dijo a su reflejo en el espejo.

Y el reflejo, por primera vez, le devolvió el gesto.

**La huida**

Por la mañana, Lucía esperaba en la entrada con la maleta. Cuando Carmen la vio lista para partir, abrió los ojos como si anunciara un viaje a Marte.

—¿Adónde crees que vas? —la voz de la suegra temblaba de ira.

—A casa de mi madre. A descansar —se abrochó la chaqueta con gesto decidido.

—¡¿Y quién va a hacer el desayuno?! —Carmen se llevó una mano al pecho—. ¡¿Y la comida?!

—Álvaro sabe freír unos huevos —respondió con calma Lucía—. Y usted misma dijo: cocinar y limpiar lo sabe hacer *todo el mundo*.

Álvaro salió del baño con media cara llena de espuma de afeitar:

—¡Lucía, no puedes irte así!

—Pues, mira, qué fácil es —sonrió. Y cerró la puerta.

**El caos**

Los tres días siguientes, la casa fue un caos digno del fin del mundo.

Carmen, acostumbrada a comportarse como una princesa caprichosa, descubrióY cuando Lucía regresó por fin, no era la misma mujer que se había ido, sino alguien que había aprendido a decir “no”, y la casa, poco a poco, se convirtió en un hogar donde todos, por fin, tenían su lugar.

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— ¿Tu madre se va un mes? Entonces yo me voy con la mía — dijo la esposa mientras ya tenía la maleta lista.