¡Tu hijo es tan aburrido! ¡No llegará a nada bueno!
Lucía se quedó paralizada en la puerta, a punto de dejar caer el pastel que llevaba entre las manos. Su madre la miraba con desaprobación, como si ella hubiera cometido algún error imperdonable.
Mamá, ¿de qué hablas? Lucía dejó el pastel sobre la mesa. ¿Qué tiene que ver Miguelito?
¡Que ya está en segundo de la ESO y sigue en un colegio normal! la voz de su madre subió de tono. Sin especialidades, sin programas avanzados. ¿Cómo va a entrar en una universidad decente? ¿Cómo va a destacar?
Lucía se mordió el labio. La conversación seguía el guión de siempre, y un ardor de injusticia le quemó el pecho.
Mamá, Miguel saca buenas notas. Tiene sobresalientes en casi todo. Va a clases particulares de matemáticas y quiere ser programador, como Javier.
¡Eso digo yo! su madre alzó las manos. ¡Programación! Encerrado frente a un ordenador, como tu Javier. Un trabajo corriente, un sueldo normal. Y tú ¡profesora! Dando clases particulares por cuatro perras. ¿Al menos le dais de comer bien al niño?
Lucía apretó los puños. Las palabras de su madre le arañaban las heridas más sensibles. Sí, ella y Javier no tenían grandes lujos, pero su hijo era feliz.
Estamos bien. Y Miguel es feliz.
¡Feliz! su madre resopló y se acercó a la ventana. El hijo de Rodrigo, ese sí que es un tesoro. Adrián va a un colegio bilingüe desde los seis años. ¿Te imaginas? ¡Inglés desde pequeño! Ya habla con fluidez. Rodrigo y Carmen lo están criando como es debido, invierten en su futuro.
Lucía aguantó el aliento. Su hermano siempre había sido el favorito. Tenía un negocio, un piso más grande, y su mujer, Carmen, no trabajaba, dedicándose solo al hogar y al niño. Y su madre nunca perdía la oportunidad de compararlos.
¡Adrián tiene un don! continuó su madre, entusiasmada. Ese niño llegará lejos. Rodrigo dice que lo mandarán a estudiar idiomas al extranjero. ¡Con trece años! Eso es pensar en el futuro. No como vuestro colegio de barrio.
Lucía se acercó. Los hombros de su madre estaban tensos, su mirada fría.
Mamá, entiendo que quieras lo mejor para tus nietos. Pero Miguel no es menos que Adrián. Simplemente, sus caminos son distintos.
¡Distintos! su madre se giró bruscamente. Uno lleva al éxito. El otro, a la mediocridad. ¿Es eso lo que quieres para tu hijo? ¿Que viva en la miseria?
Algo se quebró dentro de Lucía.
No somos pobres. Vivimos con lo nuestro. Y Miguel será un buen hombre: inteligente, trabajador, amable.
¡Trabajador! su madre soltó una risa amarga. Eso no sirve de nada hoy, Lucía. Se necesitan contactos, dinero, una buena educación. ¿Y qué tiene Miguel? Un colegio cualquiera y una madre que da clases por un puñado de euros.
Lucía apartó la mirada. El pastel que había hecho con tanto cariño ahora le parecía insignificante.
No quiero discutir. Criamos a Miguel como creemos correcto. Y es feliz.
¡Su futuro es lo importante! su madre se acercó. Lo estás arruinando con tu conformismo. Rodrigo sí entiende. Hace todo para que Adrián sea alguien. Y tú te dejas llevar.
Lucía negó con la cabeza. Discutir era inútil. Su madre nunca cambiaría.
Vale, mamá. Vamos a comer. Javier y Miguel llegarán pronto.
La comida transcurrió en silencio incómodo. Su madre hablaba de las notas de Adrián, de lo orgulloso que estaba Rodrigo. Miguel comía en silencio, mirando a su madre de reojo. Lucía le sonrió, intentando tranquilizarlo.
Después de aquel día, Lucía supo que debía alejarse. El dolor de las comparaciones era demasiado.
Los años pasaron. Miguel creció, estudió, se enamoró de la informática. De vez en cuando, su madre mencionaba a Rodrigo. Adrián terminó el instituto con matrícula. Entró en una universidad prestigiosa, aunque no sin ayuda.
Miguel también terminó. Entró en una universidad pública, sin enchufes. Al tercer año, ya trabajaba en una empresa de tecnología. Lucía estaba orgullosa. Javier también. Pero su madre solo hablaba de Adrián.
Hasta que, años después, en el cumpleaños de su madre, toda la familia se reunió. Rodrigo, Carmen y Adrián llegaron con aire de superioridad. Adrián, alto y despeinado, había dejado su trabajo tras la universidad. Quería ser músico. Rodrigo le compró equipo, pero su banda nunca despegó. Vivía con sus padres, sin ingresos.
Y sin embargo, su madre lo adoraba. Lo abrazaba, le hacía preguntas sobre su música. Adrián contestaba con desdén, mirando el móvil. Pero ella no veía su indiferencia.
Miguel estaba al lado de su esposa, Ana, embarazada de cuatro meses. Trabajaba en una gran empresa, ahorraba para un piso. Pero su abuela ni lo miraba.
Lucía vio la tensión en Javier. Ana miraba a Miguel con preocupación. Pero él solo le apretó la mano.
La velada fue interminable. Su madre hablaba de Adrián como si fuera una estrella. Hasta que, al final, cuando todos se iban, su madre la detuvo.
Lucía, escucha Tu Miguel es tan vulgar. Gris. No tiene brillo. Adrián es diferente. Un genio. Tu hijo solo vive: trabaja, se casa, tendrá hijos Pero no destaca. Es uno más.
Lucía la miró fijamente. Algo se rompió dentro de ella.
Sabes, mamá Pensé que solo querías que fuera mejor madre. Que me esforzara más. Pero no. Nunca quisiste a Miguel. Solo querías que supiera que no era suficiente para ti.
Su madre palideció. Lucía abrochó su abrigo con calma.
Pero mi hijo es maravilloso. Inteligente, bueno, trabajador. Será un gran padre. Y yo lo protegí de tu veneno.
Su madre no dijo nada. Lucía tomó su bolso.
Guárdate tu opinión. Ya no me importa. Pasé años queriendo tu aprobación. Pero ya basta. Tengo una familia que me quiere. ¿Qué más necesito?
Salió sin mirar atrás. Javier y Miguel la esperaban en el coche. Al arrancar, sintió una paz extraña. Como si al fin fuera libre.
Había tardado años, pero al fin entendió: lo único que importaba era su familia. Y eso nadie se lo quitaría.







