—¡Tu gato pisa demasiado fuerte! ¡Apaga esa máquina del demonio! ¡No puedo dormir por culpa tuya! —gritó una voz al otro lado de la puerta.
Luego, alguien empezó a golpear y a tocar el timbre con insistencia. Lucía se sobresaltó y dejó caer el mando a distancia. Mateo se removió incómodo en la cama.
En la habitación apenas brillaba una lamparilla. Fuera, el calor pegajoso del verano lo envolvía todo. Lucía se envolvió en una bata y se dirigió a la puerta.
Afuera había una mujer de unos setenta años, labios finos y mirada descontenta. Vestía un sencillo vestido de algodón y sostenía un teléfono en la mano.
—Disculpe, ¿quién es usted? —preguntó Lucía sin abrir del todo, cautelosa.
—¡Soy Carmen Fernández! Vivo en el tercero. Esa máquina infernal que tienen sobre mi ventana no me deja dormir. ¡Apáguela ahora mismo o llamaré a la policía! ¡Están haciendo ruido fuera de horario!
Lucía intentó decir algo, pero Carmen no le dio oportunidad.
—¡No entiendo cómo pueden ser tan desconsiderados! ¡Todo el edificio sufre por culpa suya!
—Es que… no creo que sea tan ruidoso —dijo Lucía con cuidado—. Lo probamos con la ventana abierta para asegurarnos.
—¡A ti no te parece ruidoso, pero a mí me duele el corazón con ese estruendo!
—Vale, lo apagaremos —contestó Lucía, resignada—. No sabíamos que molestaba…
—Pues ahora ya lo saben —espetó Carmen.
Se oyeron sus pasos alejarse.
Lucía regresó al dormitorio y apagó el aire acondicionado. Abrió todas las ventanas y el balcón, pero no sirvió de nada. El calor sofocante se apoderó de la habitación. Mateo dio vueltas un rato, luego se fue a duchar, y Lucía se quedó mirando al techo.
No era así como imaginaban su primer verano en su propio piso…
Hacía solo un par de meses que habían comprado ese apartamento. El verano pasado, en su anterior casa alquilada, lo recordaban como una pesadilla: barreños con agua fría, corrientes de aire y un ventilador que solo movía aire caliente. Lucía había firmado la hipoteca con las manos temblorosas, pero convencida de que, al fin, nadie les diría cómo vivir.
Resultó que sí habría alguien.
Por la mañana, Lucía coincidió en el ascensor con otra vecina, Elena. Ya se conocían; incluso le habían ayudado a cambiar un grifo.
—Oye, Elena —Lucía se apoyó en la pared—, anoche encendimos el aire y nos vinieron a quejar. ¿De verdad hace tanto ruido?
Elena alzó las cejas.
—Déjame adivinar… ¿Carmen Fernández?
Lucía asintió.
—Bueno… A nosotros también nos llama. Un día es la tele, otro que mi hijo se ríe demasiado. Una vez dijo que nuestro gato saltaba muy fuerte. Pero ya nos acostumbramos. Llama un par de veces al mes. Se puede soportar.
Lucía no pudo evitar sonreír.
—¿El gato? ¿En serio?
—Sí —confirmó Elena—. Ahora no ponemos la tele, lo vemos todo con auriculares. Con mi hijo y el gato es más difícil, ya sabes.
Más tarde, Lucía se encontró en las escaleras con Javier. Tenía el mismo modelo de aire acondicionado, instalado justo bajo la ventana de la exigente vecina.
—Javier, ¿a ti no te ha dicho nada?
—Para nada. Aunque el mío es bastante ruidoso. Un amigo me dijo que lo instalaron mal y por eso a veces vibra. Pero parece que le caigo bien —dijo con una sonrisa irónica.
—¿Y alguien se ha quejado de nosotros?
—Nada de nada. Ustedes son silenciosos. Ni niños, ni taladros, ni siquiera un perro.
Las respuestas de los vecinos no la tranquilizaron. Encendió el aire y escuchó desde la calle. Apenas se oía.
Entonces, ¿cuál era el problema? ¿O acaso no tenía que ver con los decibelios? Lucía empezaba a pensar que Carmen simplemente les había tomado manía, y todo lo relacionado con ellos la irritaba. O quizá no soportaba ver felices a los demás. Hay gente así.
Desde aquella noche en que Carmen apareció en su puerta, su vida se convirtió en un suplicio. Cada tarde ajustaban el aire para que el frío durara al menos media hora más con las ventanas cerradas. Ponían una alarma a las 22:59. Si se retrasaban un minuto, Carmen golpeaba los radiadores y gritaba. Si eran cinco minutos, llamaba a su puerta.
Para sobrevivir al calor, colocaban un ventilador junto a la ventana. Era más ruidoso que el aire, pero, por algún motivo, no molestaba a la vecina.
Llamaron a un técnico, por responsabilidad. Revisó la unidad exterior y ajustó algunas cosas.
—He ajustado los soportes y añadido aislantes. Pero, la verdad, ya era silencioso. Ahora apenas se oye. Hacerlo más quieto sería difícil, y tampoco hace falta —concluyó.
Lucía sonrió aliviada. Ojalá pudieran dormir en paz.
Pero a los dos días, a las 23:03, sonó el teléfono.
—¿Tienen el aire encendido? —preguntó Carmen, ofendida—. ¡Las paredes me tiemblan! ¡Me sube la presión!
—Vinieron los técnicos. Dijeron que no hace ruido. Hicimos todo lo posible…
—¡El técnico no lo escucha de noche! ¡Apáguenlo ya o llamaré a la policía!
Mateo suspiró y lo apagó. Durmieron otra vez con el ventilador.
Poco a poco, Lucía notó que Carmen tampoco era un ejemplo de silencio. A veces hablaba por teléfono tan alto que se oía en todo el edificio. Incluso de madrugada. Su voz se convertía en un grito.
—¡Y encima te llamas hija! ¡Solo me necesitas para que te mande dinero! —chillaba—. ¡Todos me han abandonado! ¡Todos!
Lucía intentaba no escuchar, pero los gritos eran imposibles de ignorar. Después de esas noches, se sentía más inquieta. Como si la hubieran arrastrado a un drama ajeno.
Una noche, bajo la sábana ligera, escuchando el zumbido del ventilador, recordó cómo antes dormía con el ruido del taladro o la música de los vecinos. No muy alta, pero presente.
Nunca se habían quejado. Sabían que vivir en un edificio implicaba convivir con los demás. Todos molestaban un poco, pero de algún modo se soportaba.
Todos, excepto Carmen Fernández.
El final de agosto fue especialmente sofocante, así que, cuando los padres de Lucía les invitaron a la casa rural, no lo dudaron. Allí hacía fresco. Sí, tendrían que trabajar bajo el sol, pero al menos no pensarían en la vecina.
Prepararon las maletas en una hora, apagaron el aire y desenchufaron todo. La tarde fue maravillosa. Estuvieron en el porche, comiendo maíz hervido y relajándose entre risas. Solo discutieron por el menú del día siguiente: ¿carne a la parrilla o pescado?
Parecía un escape al paraíso. Pero duró poco.
A la 1:30 de la madrugada, el teléfono de Mateo vibró. Lo cogió, adormilado. Primero pensó que era la alarma, pero vio el nombre en pantalla. Maldijo en voz baja.
—¿Otra vez ella? —susurró Lucía, cansada.
—Adivina.
—Dios mío, ¿qué más quiere?
Lucía se incorporó. El sueño se había esfumado. ¿Habría una fuga en su pCon el tiempo, aprendieron que la paz no dependía de apagar el aire acondicionado, sino de no permitir que los gritos de Carmen apagaran su tranquilidad.