Tú eres la culpable, mamá.

**Tú tienes la culpa, mamá**

Isabel freía unas croquetas cuando llamaron a la puerta. Dejó la cocina para abrir.

—Mamá, es para mí —la detuvo a medio camino la voz de su hija—. Ya abro yo.

—Vale. No lo sabía…

—¿Qué haces ahí parada? Vuelve a freír tus croquetas —respondió la hija con irritación, volviéndose hacia ella desde la entrada.

—¿Mis croquetas? El picadillo lo compré en la charcutería del mercado…

—Mamá, cierra la puerta —susurró la joven, mirando al techo.

—Podías habérmelo dicho antes —murmuró Isabel, regresando a la cocina y cerrando la puerta tras de sí. Se acercó a la sartén, apagó el fuego y, tras quedarse un momento pensativa, se quitó el delantal y salió.

En el recibidor, su hija se abrochaba la chaqueta. A su lado estaba Javier, el amigo de Lucía, mirándola con ojos enamorados.

—Hola, Javier. ¿Adónde vais? Podríais cenar con nosotros.

—Buenas tardes —sonrió el joven, lanzando una mirada interrogativa a Lucía.

—No tenemos tiempo —respondió ella sin mirar a su madre.

—¿Seguro? Todo está listo —insistió Isabel.

Javier dudó.

—¡No! —cortó Lucía—. Vámonos. —Le tomó del brazo y abrió la puerta—. Mamá, ¿la cierras?

Isabel se acercó, pero no la cerró del todo, dejando una rendija para escuchar la conversación en el rellano.

—¿Por qué le hablas así? Huele delicioso, no me habría importado quedarme.

—Vamos. Comeremos en el bar. Estoy harta de sus croquetas.

—¿Cómo puede uno cansarse de ellas? Las de tu madre me encantan, las comería todos los días.

Lo que respondió Lucía, Isabel no lo entendió. Las voces se perdieron en la escalera.

Cerró la puerta y entró en el salón. Su marido, Antonio, estaba frente al televisor.

—Antonio, vamos a cenar, que se enfría.

—¿Eh? Vamos. —Se levantó del sillón y pasó junto a ella hacia la cocina, sentándose a la mesa—. ¿Qué hay hoy? —preguntó con tono exigente.

—Arroz con croquetas y ensalada —respondió Isabel destapando la sartén.

—Ya te he dicho mil veces que no como croquetas fritas.

—Les he echado agua, casi están al vapor. —Se quedó quieta, con la tapa en la mano.

—Bueno, vale. Pero que sea la última.

—A nuestra edad, no conviene perder peso —comentó Isabel, sirviéndole el plato.

—¿Qué edad? Solo tengo cincuenta y siete. Es la edad de la sabiduría, del esplendor. —Clavó el tenedor en una croqueta y le dio un bocado—. ¿Os habéis puesto de acuerdo hoy? Lucía se ha ido sin cenar, tú con tus rarezas… Si dejara de cocinar, ya veríais lo que es bueno. ¿Creéis que en los bares se come mejor?

—Pues no cocines. A ti tampoco te vendría mal adelgazar. Pronto no pasarás por la puerta. —Terminó la croqueta y cogió otra.

—¿Ah, sí? ¿Ahora soy gorda? Me he roto la cabeza pensando por qué de repente te cuidas tanto. Te compraste vaqueros nuevos, la chaqueta de piel, la gorra… Hasta te afeitas la cabeza para disimular la calva. ¿Para quién es todo eso? Seguro que no para mí. ¿Tengo con quién compararme?

—Déjame comer en paz. —Pinchó un poco de arroz, pero lo dejó caer de nuevo—. Pásame el kétchup.

Isabel sacó el bote de la nevera y lo puso con fuerza sobre la mesa, saliendo sin decir nada. Su cena quedó intacta.

Encerrada en la habitación de Lucía, se sentó en la cama. Las lágrimas brotaron.

*”Cocino, me esfuerzo, y ellos… Todo lo hago por ellos, y ni una palabra de agradecimiento. Él se pone guapo, mirando a otras. ¿Soy gorda para él? Lucía me trata como a la asistenta. ¿Por estar jubilada, pueden pisotearme? Yo trabajaría, si no me hubieran despedido. La experiencia ya no vale, solo quieren a jóvenes. ¿Y qué saben ellos?”*

Se secó las lágrimas. Siempre creyó que tenían una buena familia. No perfecta, pero igual que las demás. Lucía estudiaba en la universidad, Antonio no bebía ni fumaba, traía el dinero a casa. Todo limpio y ordenado, comida casera. ¿Qué más quería?

Se miró al espejo. *”Sí, he engordado, pero no estoy gorda. Al menos las mejillas llenas disimulan las arrugas. Siempre me gustó comer. Cocino bien. Pero a ellos ya no les importa. Antes me arreglaba el pelo, me lo rizaba. Ahora lo recogo, es más cómodo. ¿Qué quieren, que friegue con tacones? Aunque… debería adelgazar. Y teñirme el pelo.”*

A la mañana siguiente, no se levantó temprano. Hizo como si durmiera. *”Estoy jubilada, tengo derecho a no madrugar. Que preparen su propio desayuno.”*

Sonó el despertador. Isabel se movió, dándose la vuelta.

—¿Qué pasa? ¿Estás enferma? —preguntó Antonio, sin preocupación en la voz.

—Ajá —respondió ella, hundiendo la nariz en la manta.

—Mamá, ¿te encuentras mal? —entró Lucía.

—Sí. Preparad vosotros el desayuno —contestó con voz débil.

Lucía resopló y se fue. Pronto se oyó el hervidor, la nevera abriéndose y voces apagadas. Isabel no se movió.

Antonio entró, oliendo a colonia cara. Ella misma se la había comprado. Luego, ambos salieron.

Al despertar, encontró tazas sucias y migas en la mesa. *”No soy la criada.”* Se duchó y llamó a su amiga de la infancia.

—¡Isa! —contestó Elena, con la misma voz de siempre—. ¿Cómo estás? ¿Aburrida de ser jubilada?

Isabel dijo que echaba de menos salir, que hacía mucho que no visitaba la tumba de sus padres. ¿Podría quedarse con ella?

—Claro, ven cuando quieras.

—Pues ahora mismo voy a la estación.

—¡Genial! Haré unas empanadillas.

Hizo una maleta pequeña y dejó una nota: *”Me voy a casa de Elena. No sé cuándo volveré.”*

En el autobús, dudó. *”Que aprendan a vivir sin mí. Pero… ¿no es demasiado?”*

Elena la recibió con alegría. Tomaron café con las empanadillas recién hechas.

—Cuéntame, ¿qué ha pasado?

—No te engaño —suspiró Isabel, explicándolo todo.

—Bien hecho. Que se preocupen. Apaga el móvil.

—¿No es demasiado?

—Para nada. Mañana iremos a la peluquería. Valentina trabaja allí. ¿Te acuerdas? Era un desastre en el cole, ¡y ahora tiene lista de espera! Luego de compras. Te convertiré en una diosa. Que tu marido se muerda los codos.

Por la noche, no pudo dormir. *”¿Cómo estarán ellos?”*

Valentina la transformó: teñido, corte, maquillaje… Isabel no se reconoció.

—Con este look, no puedes llevar ropa vieja —dijo Elena, arrastrándola de tiendas.

Salieron con pantCuando regresó a casa días después, renovada y segura de sí misma, encontró a su familia esperándola con los brazos abiertos, conscientes por fin de todo lo que ella significaba para ellos.

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MagistrUm
Tú eres la culpable, mamá.