María freía chuletas cuando sonó el timbre. Salió de la cocina para abrir.
—Mamá, es para mí —la detuvo la voz de su hija—. Yo abro.
—Vale. No lo sabía…
—¿Qué haces ahí parada? Ve a freír tus chuletas —dijo irritada su hija, volviéndose desde la puerta.
—¿Por qué “tus”? Compré la carne en la Carnicería Sánchez…
—Mamá, cierra la puerta —su hija puso los ojos en blanco.
—Podías habérmelo dicho antes —María regresó a la cocina, cerrando la puerta tras de sí. Se acercó a la placa, apagó el fuego y, tras un momento, se quitó el delantal y salió.
En el recibidor, su hija se ponía la chaqueta. A su lado estaba Javier, el novio de Lucía, mirándola con adoración.
—Hola, Javier. ¿Adónde vais? Podríais cenar con nosotros.
—Buenas tardes —sonrió el chico, mirando a Lucía con duda.
—Tenemos prisa —respondió ella sin mirar a su madre.
—¿Seguro? Tengo todo preparado —insistió María. Javier dudó.
—¡No! —cortó Lucía—. Vámonos —tomó del brazo a Javier y abrió la puerta—. Mamá, ¿la cierras?
María se acercó, pero no la cerró del todo, escuchando la conversación en el rellano.
—¿Por qué le hablas así? Huele genial, no me importaría probar esas chuletas.
—Vamos. Cenaremos en el bar. Estoy harta de sus chuletas —refunfuñó Lucía.
—¿Cómo puedes estar harta? Las chuletas de tu madre son increíbles —dijo Javier.
María no alcanzó a oír la respuesta. Las voces se perdieron en la escalera.
Cerró la puerta y fue al salón. Su marido, Antonio, veía la tele.
—Antonio, vamos a cenar, que se enfría.
—¿Eh? Vamos —se levantó del sofá y pasó junto a ella hacia la cocina.
—¿Qué hay hoy? —preguntó exigente.
—Arroz con chuletas y ensalada —respondió María, destapando la sartén.
—Cuántas veces te he dicho que no como chuletas fritas —se quejó él.
—Les puse agua, son casi al vapor —María se quedó quieta, con la tapa en la mano.
—Vale, dame. Pero que sea la última vez.
—A nuestra edad, adelgazar no es bueno —comentó María, sirviéndole.
—¿Qué edad? Tengo cincuenta y siete. La edad de la sabiduría —Antonio mordió la chuleta—. ¿Estáis todos de acuerdo hoy? Lucía se ha ido y tú poniéndote exquisito. Si dejo de cocinar, veréis lo que es bueno. ¿Creéis que en el bar comen mejor?
—Pues no cocines. A ti tampoco te vendría mal adelgazar. Pronto no pasarás por la puerta —Antonio terminó la chuleta y cogió otra.
—¿Ah, sí? ¿Crees que estoy gorda? —María se irritó—. Te compraste vaqueros nuevos, una cazadora de piel, una gorra… Hasta te afeitaste la cabeza para disimular la calva. ¿Para quién fue todo? Desde luego, no para mí. ¿Tienes con quién compararme?
—Déjame comer en paz —Antonio pinchó el arroz, pero lo dejó caer—. Pásame el kétchup.
María sacó el bote de la nevera, lo dejó con fuerza sobre la mesa y salió sin decir nada. Su cena quedó intacta.
Se encerró en el cuarto de Lucía, se sentó en la cama y lloró.
—Cocino, me esfuerzo, y ellos… Todo por ellos, y ni un gracias. Antonio se rejuvenece, mira a otras. Lucía me trata como a la asistenta. ¿Por estar jubilada puedo ser su sirvienta?
A la mañana siguiente, María no se levantó temprano. Fingió dormir.
Sonó el despertador.
—¿Qué pasa? ¿Estás enferma? —preguntó Antonio, sin preocupación.
—Ajá —respondió, hundiendo la nariz en la almohada.
—Mamá, ¿te encuentras mal? —entró Lucía.
—Sí, desayunad vosotros —dijo con voz débil.
Lucía resopló y se fue. Pronto oyó el hervidor, la nevera, voces apagadas. Antonio entró perfumado, luego se fueron los dos.
María se levantó más tarde. La cocina estaba sucia. «No soy la criada». Se duchó y llamó a su amiga Carmen.
—¡María! —respondió alegre—. ¿Aburrida de ser jubilada?
María dijo que echaba de menos salir, que hacía mucho que no visitaba la tumba de sus padres. ¿Podría quedarse con ella?
—Claro, ven. ¿Cuándo?
—Ahora mismo voy a la estación.
Hizo una maleta rápida, dejó una nota y se fue.
En el autobús dudó. «Si no hay billete, vuelvo». Pero había.
Carmen la recibió con abrazos. Tomaron café con churros recién hechos.
—Cuéntame, ¿qué pasó?
María lo explicó todo.
—Bien hecho. Que sufran un poco —Carmen sonrió—. Apaga el móvil.
Al día siguiente, fueron a la peluquería. Pepe, el estilista, la transformó: nuevo corte, tinte, maquillaje. Luego, de compras. María salió con pantalones elegantes, una blusa y un cárdigan.
Al volver, un hombre canoso las saludó.
—Hola, chicas —dijo, admirando a María—. No has cambiado nada.
Era Pablo, su compañero del colegio, ahora viudo. Pasaron la tarde recordando viejos tiempos.
Tres días después, encendió el móvil.
—¡Mamá! Papá está en el hospital —gritó Lucía.
Corrió a la estación. Pablo la acompañó.
—María, si necesitas algo, aquí estoy.
En el autobús, Lucía le contó: Antonio la engañaba. La pareja se peleó, él acabó con costillas rotas y una hemorragia cerebral.
Llegó a casa de noche. Lucía la recibió con respeto, sorprendida por su cambio.
A la mañana siguiente, María llevó caldo al hospital. Antonio, avergonzado, lloró y pidió perdón.
A las dos semanas, volvieron a casa. Al entrar, vieron a su vecina, la amante, rubia y joven. Antonio bajó la cabeza.
—¿No te irás más? —preguntó en casa.
—¿Qué, ya no estoy gorda? —respondió ella.
—Fui un idiota. Haz chuletas, ¿vale? Las echo de menos.
Esa noche, cenaron los tres juntos. María los miró, feliz.
—La familia no es perfecta —pensó—. Pero estamos juntos. Y eso es lo que importa.
Al fin y al cabo, a caballo regalado no se le mira el diente.