**Tú misma tienes la culpa, mamá**
Carmen freía unas hamburguesas cuando llamaron a la puerta. Salió de la cocina para abrir.
—Mamá, es para mí —la detuvo la voz de su hija—. Ya abro yo.
—Vale. No lo sabía…
—¿Qué haces ahí parada? Ve a freír tus hamburguesas —dijo la hija, irritada, mirándola desde la entrada.
—¿Por qué mías? Compré la carne picada en el Mercadona…
—Mamá, cierra la puerta —la hija puso los ojos en blanco.
—Podías habérmelo dicho antes —Carmen regresó a la cocina, cerrando la puerta tras de sí.
Se acercó a la placa, apagó el gas bajo la sartén y, tras quedarse un momento quieta, se quitó el delantal y salió.
En el recibidor, su hija se ponía la chaqueta. A su lado estaba Adrián, el amigo de Lucía, mirándola con ojos enamorados.
—Hola, Adrián. ¿Adónde vais? Podríais cenar con nosotros.
—Hola —sonrió el chico, mirando a Lucía expectante.
—Tenemos prisa —respondió ella, sin mirar a su madre.
—¿Seguro? Ya tengo todo preparado —insistió Carmen. Adrián dudó.
—¡No! —cortó su hija—. Vamos —tomó del brazo a Adrián y abrió la puerta—. Mamá, ¿cierras?
Carmen se acercó a la puerta pero no la cerró del todo, dejando una rendija para escuchar la conversación en el rellano.
—¿Por qué le hablas así? Huele genial, no me habría importado quedarme.
—Vámonos. Comemos algo en el bar. Estoy harta de sus hamburguesas —refunfuñó la hija.
—¿Cómo pueden cansar? Las de tu madre son increíbles, podría comerlas todos los días —dijo Adrián.
Lo que contestó Lucía, Carmen no lo entendió. Las voces se fueron apagando en la escalera.
Carmen cerró la puerta y entró en el salón. Su marido estaba frente al televisor.
—Manuel, vamos a cenar, que se enfría.
—¿Eh? Vale —se levantó del sofá y pasó junto a ella hacia la cocina, sentándose a la mesa—. ¿Qué hay hoy? —preguntó, exigente.
—Arroz con hamburguesas y ensalada —respondió Carmen, destapando la sartén.
—Cuántas veces te he dicho que no como carne frita —protestó él.
—Le eché agua, casi están al vapor —Carmen se quedó inmóvil con la tapa en la mano.
—Bueno, vale. Pero que sea la última vez.
—A nuestra edad, adelgazar no es bueno —apuntó ella, sirviéndole el plato.
—¿Qué edad? Solo tengo cincuenta y siete. Para un hombre, es la edad de la sabiduría. —Clavó el tenedor en una hamburguesa y le dio un mordisco.
—¿Os habéis puesto de acuerdo hoy? Lucía se fue sin cenar, tú poniéndote imposible. Dejaré de cocinar, ya veréis cómo cantáis. ¿Creéis que en los bares es más rico y sano?
—Pues no cocines. A ti tampoco te vendría mal adelgazar. Pronto no pasarás por la puerta. —Terminó la hamburguesa y cogió otra.
—¿Ah, sí? ¿Crees que estoy gorda? Me rompía la cabeza, preguntándome por qué de repente te cuidabas tanto. Te compraste vaqueros, una chaqueta de cuero, una gorra. Te rapaste para disimular la calva. ¿Para quién era todo? Seguro que no para mí. ¿Tienes con quién compararme? —preguntó Carmen, dolida.
—Déjame comer en paz. —Manuel pinchó el arroz, pero no llegó a llevárselo a la boca—. Pásame el kétchup.
Carmen sacó el tarro de la nevera, lo golpeó contra la mesa y salió sin decir nada. Su cena quedó intacta.
Se encerró en la habitación de su hija, se sentó en la cama. Las lágrimas asomaron.
*«Cocino, me esfuerzo, y ellos… Lo doy todo por ellos, y ni un gracias. Él se rejuvenece, mira a otra. Para él, estoy gorda. Mi hija me trata como a la asistenta. ¿Por estar jubilada pueden pisotearme? Yo trabajaría, si no me hubieran despedido. Los veteranos ya no sirven, quieren jóvenes. ¿Y qué saben hacer?*
*Me levanto antes que nadie para el desayuno. Doy vueltas todo el día, sin descanso. Es culpa mía, los malcrié. Ahora van a su aire, cómodos a mis costillas.»* Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Carmen las secó bruscamente.
Siempre creyó que tenían una buena familia. No perfecta, pero igual que los demás. Lucía en la universidad, estudiando bien. Manuel no bebía, no fumaba, traía dinero a casa. Hogar acogedor, comida rica. ¿Qué más quería?
Se miró en el espejo del armario. *«Sí, he engordado, pero no tanto. Al menos las arrugas se notan menos en las mejillas llenas. Siempre me gustó comer. Cocino bien. Pero a ellos ya no les importa. Antes me arreglaba el pelo. Ahora lo recogo. Más cómodo. ¿Voy a limpiar en tacones? Aunque… debería adelgazar. Y teñirme.»* Volvió a sentarse, pensativa.
A la mañana siguiente, no se levantó temprano. Fingió dormir. *«Estoy jubilada, tengo derecho a no madrugar. Que preparen su desayuno.»*
Sonó el despertador. Carmen se movió, dándose la vuelta hacia la pared.
—¿Qué pasa? ¿Estás enferma? —preguntó él, sin rastro de preocupación.
—Ajá —respondió ella, hundiendo la nariz en la manta.
—Mamá, ¿te encuentras mal? —entró Lucía.
—Sí, preparaos el desayuno solos —murmuró bajo las cobijas.
Su hija resopló y se fue. Pronto llegaron los sonidos del hervidor, la nevera, las voces apagadas. Carmen no se levantó, decidida a seguir el papel.
Entró Manuel, oliendo a colonia cara. Ella misma se la había regalado. Luego ambos se fueron. Silencio.
Carmen se levantó, se duchó y llamó a su amiga de la infancia.
—¡Carmencita! —contestó Maribel con la misma voz de siempre—. ¿Qué tal? ¿Aburrida de no hacer nada, jubilada?
Carmen dijo que echaba de menos salir, que hacía mucho que no visitaba la tumba de sus padres. ¿Le importaría hospedarla unos días?
—¡Claro! ¿Cuándo vienes?
—Ahora mismo voy a la estación.
—¡Pues pongo pasteles al horno!
Hizo una maleta pequeña. En la cocina, apartó las migas y dejó una nota: *«Me voy con Maribel. No sé cuándo vuelvo.»*
De camino, dudó. *«Que aprendan a vivir sin mí. Pero… ¿no es demasiado? Si no hay billetes, vuelvo.»* Pero los había. Subió al autobús.
Maribel la recibió con un abrazo. Tomaron café con pasteles recién hechos, hablando sin parar.
—Bien por venir. Ahora dime, ¿qué pasa?
—No te engaño —suspiró Carmen, contándole todo.
—Bien hecho. Que sufran un poco. Apaga el teléfono.
—¿No es demasiado?
—Justo lo necesario —dijo Maribel—. Mañana vamos al salón. Te cambiamos el lookAl día siguiente, al salir del salón con el pelo teñido de un rubio miel y un vestido nuevo que le marcaba la cintura, Carmen sonrió al sentir el viento acariciar su rostro renovado, sabiendo que, aunque volvería a casa, nunca más sería la mujer invisible que todos creían conocer.