En un pequeño pueblo junto al río Ebro, donde la brisa llevaba el aroma fresco del agua, Lucía y Alejandro llevaban seis años juntos. Pero Alejandro no mostraba prisa por llevarla al altar. Vivía cómodamente en casa de sus padres, mientras Lucía alquilaba un modesto piso en el centro. Para él era ideal: citas a su conveniencia, tardes cálidas en su compañía, y luego volver a su hogar, donde todo era familiar y sencillo.
Lucía, en cambio, soñaba con una boda y un rincón propio donde comenzar una vida juntos. Sabía que comprar una casa era responsabilidad suya, así que ahorraba con ahínco para la entrada de la hipoteca. Pero su corazón se inquietaba: ¿por qué Alejandro, pese a todas sus indirectas, no hablaba del futuro? Creía en su amor sincero, pero la incertidumbre la consumía día a día. Finalmente, decidió poner las cartas sobre la mesa.
—No estoy preparado para el matrimonio, necesito tiempo para pensarlo— murmuró Alejandro, evitando su mirada mientras se apresuraba a marcharse.
Lucía sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Sus mejillas ardían de vergüenza, y su corazón se partía en mil pedazos. ¿Cómo había sido tan ciega? Todo estaba claro: él no quería compartir su vida con ella. Pero la esperanza, traicionera compañera, la había hecho creer en milagros hasta el final.
Pasó una semana de silencio agobiante. Alejandro desapareció: ni llamadas, ni respuestas. Lucía, tras navegar entre la rabia y la desesperación, decidió dejar de llorar. Se centró en su sueño: un piso propio. Ya tenía ahorros suficientes para la entrada, y esa meta se convirtió en su salvación, alejándola del dolor de la traición.
Tres meses después, Lucía era dueña de un acogedor apartamento en las afueras. La búsqueda de vivienda, los trámites y la hipoteca borraron de su corazón la imagen de Alejandro. Por fin se sentía libre.
La primera noche en su nuevo hogar, Lucía fue al mercado del barrio. En una callejuela, un minúsculo gatito se le acercó. Sus grandes ojos, llenos de hambre y miedo, parecían mirarle directo al alma. Lucía se detuvo. Nunca había planeado tener mascotas, pero aquel pequeño, tembloroso e indefenso, era como un reflejo de su pasado solitario.
—Llévatelo, niña, que los perros callejeros acabarán con él— dijo una anciana al pasar—. Por aquí hay muchos.
Las palabras de la mujer le llegaron al corazón. Sin pensarlo, Lucía recogió al gatito. Ahora era dueña de su destino y podía decidir. Así entró en su vida Pelusa, un pequeño haz de calor que la miraba con devoción infinita.
Pasaron seis meses. La vida de Lucía mejoraba, y de pronto, como un rayo en cielo despejado, reapareció Alejandro. Llegó con flores y palabras de arrepentimiento. Lucía, recordando el dolor, le dio una segunda oportunidad. Él hablaba de vivir juntos, y en su corazón renació una chispa de esperanza.
Llegó el día que tanto anhelaba. Alejandro, de rodillas, le pidió matrimonio. Lucía, ahogada en lágrimas de felicidad, casi no podía creerlo. Pero sus siguientes palabras destrozaron su sueño:
—Solo que a Pelusa hay que sacarla de casa. Tengo alergia desde niño, y además, no soporto a los gatos.
Lucía se paralizó. Su mundo se desmoronó. Después de tanto sufrimiento, cuando la felicidad parecía al alcance, él le daba un ultimátum.
—Si no quieres echarla, podemos darla a alguien… o dormirla— continuó Alejandro, confundiendo su silencio con indecisión.
—¿Estás en tus cabales?— su voz temblaba de furia—. ¡Es un ser vivo! ¡Es mi familia!
—¿Familia?— Alejandro sonrió con condescendencia—. Solo es un gato, Lucía. Elige: o él o yo.
Las lágrimas rodaron por su rostro. Alejandro intentó secarlas, pero ella solo veía a Pelusa, sentada en un rincón, mirándola con una confianza que decía: «Tomarás la decisión correcta». Lucía se apartó bruscamente.
—Elijo a Pelusa— dijo con firmeza, aunque su voz quebraba—. No me traiciona, no me pone condiciones y me quiere como soy. Fui tonta al creerte otra vez. Vete. No tenemos nada más que hablar.
La puerta se cerró tras Alejandro. Lucía se sentó en el suelo, y Pelusa saltó a su regazo, ronroneando fuerte. En ese instante, supo que había tomado la única decisión posible. Las lágrimas se secaron, y su corazón se llenó de certeza: le esperaba una vida nueva y feliz. Y Pelusa estaría allí, recordándole que el amor verdadero no exige sacrificios.