Tú decides: drama de elección

**Diario de Lucía**

En un pueblecito junto al Guadalquivir, donde la brisa trae el aroma fresco del río, Lucía y Javier llevaban seis años juntos. Pero Javier no tenía prisa por dar el paso al matrimonio. Vivía cómodamente con sus padres, mientras Lucía alquilaba un pequeño piso en el centro. A él le convenía: citas según su horario, noches acogedoras con ella, y después, volver a casa, donde todo era sencillo y familiar.

Lucía, en cambio, soñaba con una boda y un hogar propio donde comenzar su vida juntos. Sabía que la compra de una vivienda caía sobre sus hombros, así que ahorraba con firmeza para la entrada de la hipoteca. Pero el corazón le dolía: ¿por qué Javier, pese a sus indirectas, nunca hablaba del futuro? Creía que su amor era sincero, pero la incertidumbre le apretaba el alma cada vez más. Decidió poner fin a las dudas.

—No estoy listo para casarme, necesito tiempo para pensarlo— murmuró Javier, evitando su mirada mientras se apresuraba a marcharse.

Lucía sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Las mejillas le ardían de vergüenza, y el corazón se le partía en mil pedazos. ¿Cómo había sido tan ciega? Era evidente: él no quería compartir su vida con ella. Pero la esperanza, esa traicionera compañera, la había mantenido creyendo en lo imposible hasta el último momento.

Pasó una semana de silencio agobiante. Javier desapareció: ni llamadas, ni respuestas. Tras una tormenta de rabia y desesperación, Lucía decidió que ya había llorado suficiente. Se centró en su sueño: su propio piso. Para entonces, ya tenía ahorrada la entrada, y aquella meta se convirtió en su salvación, alejándola del dolor de la traición.

Tres meses después, Lucía firmó las escrituras de un acogedor apartamento en las afueras. La búsqueda, el papeleo y la hipoteca borraron poco a poco la imagen de Javier. Por fin se sentía libre.

La primera noche en su nuevo hogar, salió a comprar al mercado del barrio. En una callejuela, un gatito diminuto se le acercó. Sus ojos enormes, llenos de hambre y miedo, le atravesaron el alma. Lucía se detuvo. Nunca había planeado tener mascotas, pero aquel pequeño, tembloroso e indefenso, era el reflejo de su propio pasado solitario.

—Llévatelo, niña, o los perros de aquí acabarán con él— dijo una anciana al pasar—. Hay demasiados animales abandonados.

Las palabras de la mujer le llegaron al corazón. Sin pensarlo, Lucía lo recogió. Ahora era dueña de su vida y de sus decisiones. Así llegó Lola a su hogar, un pequeño remolino de ternura que la miraba con devoción infinita, necesitando su amor.

Seis meses después, cuando su vida por fin tenía calma, Javier reapareció como un trueno en día soleado. Llegó con flores y promesas de empezar de nuevo. Lucía, recordando el dolor, le dio una oportunidad. Él hablaba de un futuro juntos, y en su corazón renació una chispa de esperanza.

Hasta que llegó el día que tanto ansiaba. Javier se arrodilló y le pidió matrimonio. Lucía, inundada de felicidad, lloraba de emoción. Pero sus siguientes palabras destrozaron todo:

—Pero Lola tiene que irse. Tengo alergia desde niño, y además, no soporto los gatos.

Lucía se quedó helada. Su mundo se desmoronó. Había superado tanto dolor, y ahora, cuando la felicidad estaba al alcance, él le lanzaba un ultimátum.

—Si no quieres echarla, podemos darla a alguien o… dormirla— añadió Javier, interpretando su silencio como duda.

—¿Estás loco? —su voz tembló de rabia—. ¡Es un ser vivo! ¡Es parte de mi familia!

—¿Familia? —Javier sonrió con condescendencia—. Solo es un gato, Lucía. Elige: ella o yo.

Las lágrimas rodaron por su rostro. Javier intentó secarlas, pero Lucía solo miró a Lola. La gata, sentada en un rincón, la observaba con una confianza que parecía decir: *”Sabes qué hacer”*. Lucía se apartó bruscamente.

—Elijo a Lola —dijo con firmeza, aunque la voz le temblaba—. Ella no me traiciona, no me pone condiciones y me quiere tal como soy. Fui tonta por creerte de nuevo. Vete. No tenemos nada más que hablar.

La puerta se cerró tras Javier. Lucía se dejó caer al suelo, y Lola saltó a su regazo, ronroneando fuerte. En ese momento, supo que había tomado la única decisión correcta. Las lágrimas se secaron, y su corazón se llenó de certeza: le esperaba una vida nueva y feliz. Con Lola a su lado, recordándole que el amor verdadero nunca exige sacrificios.

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