Lo he intentado tres veces: cada matrimonio fue un intento sincero de ser la esposa ideal, y ahora temo enfrentar la vejez en soledad.
En tres ocasiones he vinculado mi destino al matrimonio, poniendo todo de mí para ser una compañera ejemplar: atenta, paciente, dispuesta a sacrificarme por los seres queridos. Pero los intentos por construir una vida feliz terminaron en amargas decepciones, y ahora me atormenta el miedo: ¿qué pasará si la vejez me encuentra en soledad y vacío?
Mi primer esposo, Javier, se fue arrojándome palabras crueles: “Me has cansado”. Me cansé yo, nuestros hijos, mi dedicación, mis esfuerzos. “Eres aburrida”, dijo mirándome con desprecio. “Lo único que sabes hacer es cocer potajes”. En aquel entonces, creía que en esto radicaba la felicidad femenina: ser ama de casa, madre, apoyo para el marido. No sabía cómo retenerlo, qué hacer para que se quedara. Así que me quedé sola, con dos pequeños en brazos, perdida y abatida.
Mi segundo marido, Alejandro, llegó a mi vida cuando ya esperaba que todo fuera diferente. Aprendí de mis errores: traté de ser más sabia, de exigir menos, de perdonar más. Pero el destino volvió a golpear: el dinero escaseaba terriblemente, ambos nos esforzábamos en el trabajo, y luego enfermé. No era algo mortal, pero sí lo suficientemente grave como para necesitar apoyo. Y allí vi su verdadero rostro. No gritó ni hizo escándalos, simplemente recogió sus cosas y se fue con otra. Una esposa enferma, tres hijos, ¿para qué cargar con ese peso? Desapareció de mi vida tan sigilosamente como una sombra en la noche, dejándome luchar sola.
Mi tercer esposo, Luis, fue una verdadera prueba. Cuando nos conocimos en un pequeño pueblo cerca de Salamanca, él no era nadie: un hombre roto, perdido y sin propósito. Literalmente lo saqué del abismo: le ayudé a levantarse, compartí la mitad de mi salario, apoyé sus sueños. Lo arrastraba hacia adelante como un barquero tira de una barcaza contra la corriente, sin escatimar en mí misma. Él, por su parte, no hizo nada por mí: ni un gesto amable, ni una gota de gratitud. Pero yo me convencía a mí misma: un hombre es la cabeza de la familia, y debo apoyarlo, incluso si eso significa llevar todo el peso sobre mí. Y hace poco, me miró con ojos fríos y pronunció su sentencia: “Te has descuidado. Estás vieja, desaliñada”.
Él es solo tres años más joven que yo, pero se considera joven, lleno de vida, mientras que de mí piensa que soy un amasijo, no digno de atención. Y eso lo dice alguien a quien alimenté, mantuve, levanté durante años. Me llené de ira. Ya no podía soportarlo: dejé de darle dinero, y él inmediatamente me llamó tacaña, me recordó todos mis “defectos”, como si le debiera algo hasta el fin de mis días. Sus palabras cortaban como cuchillos, pero me abrieron los ojos: ya no quería vivir para quien no me valora.
Ahora me encuentro en una encrucijada, con cuarenta y tantos años, un corazón roto y las manos vacías. Tantos años he entregado mi alma a estas relaciones, tantos esfuerzos para mejorarlas, ¿y qué al final? Vacío. Me da miedo incluso pensar en el futuro. ¿A quién le importo ahora? Porque no se quiere a las mujeres viejas, ¿o me equivoco? Estos pensamientos me carcomen, como el viento frío en una noche de otoño, y no sé dónde hallar la respuesta. Tres veces intenté formar una familia, tres veces me quemé, y ahora el temor a la soledad golpea a mi puerta cada vez más fuerte. ¿Es esto todo lo que me aguarda? ¿Quedaré sola, viendo cómo la vida pasa de largo?