Tres días sin llamar
Valentina Serrano se acercó por cuarta vez al teléfono esa mañana, levantó el auricular, escuchó el tono y lo dejó otra vez. El aparato funcionaba bien, así que el problema no era técnico. Miró el reloj: las diez y media. Normalmente, Gonzalo llamaba a las nueve, en cuanto llegaba al trabajo, pero hoy llevaba tres días sin dar señales.
—¿Estará enfermo? —murmuró, limpiando el polvo de la mesita del teléfono—. ¿O lo habrán mandado de viaje sin avisar?
Pero su hijo siempre le avisaba de los desplazamientos, era su pacto no dicho. Valentina se sirvió un té, pero sabía amargo, aunque había echado el azúcar de siempre. Se sentó junto a la ventana, observando el patio. La vecina, Inmaculada López, tendía la ropa canturreando algo alegre. A ella sí que le llamaban sus hijos a diario, los nietos los fines de semana… Y Gonzalo…
El teléfono sonó de repente, estridente. Valentina corrió hacia él, casi volcando la silla.
—¡Dígame! ¿Gonzalo?
—Disculpe, se habrá equivocado —respondió una voz femenina desconocida.
—Ah, perdone…
Dejó el auricular con lentitud. El corazón le latía en la garganta. Vaya tontería, alterarse por una llamada cualquiera. Volvió a la ventana, pero ya no podía concentrarse en lo que pasaba fuera. Los pensamientos se le enredaban, cada vez peores.
Gonzalo era conductor en una empresa de transportes, recorría la provincia, a veces más lejos. ¿Y si había habido un accidente? En las noticias no paraban de hablar de siniestros en la carretera. Valentina se levantó de un salto y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación. Las manos le temblaban al coger de nuevo el teléfono y marcar el número de su hijo.
—El abonado al que llama no está disponible —contestó una voz automática.
—Dios mío, ¿qué habrá pasado? —susurró.
Recordó la discusión de hacía una semana. Una tontería, por algo sin importancia. Gonzalo había ido a visitarla y ella empezó a preguntarle por su vida amorosa, cuándo se casaría, por qué lo retrasaba tanto. Su hijo frunció el ceño, dijo que aún no era el momento, que necesitaba estabilizarse. Pero ella insistió, que con treinta y cinco años ya era hora de formar una familia.
—Mamá, déjalo, por favor —había contestado Gonzalo, exhausto—. Ya tengo bastantes problemas.
—¿Qué problemas? Si en el trabajo va bien, tienes piso, coche… ¿Qué más te falta?
—Comprensión —masculló, y se fue antes de lo habitual.
Valentina se sintió ofendida, pasó la tarde enfurruñada. Ahora se arrepentía de cada palabra. ¿Y si Gonzalo también estaba resentido y no llamaba a propósito? Aunque no, su hijo no era rencoroso, eso lo sabía bien.
Al mediodía, la angustia era insoportable. Valentina se vistió y fue a casa de Inmaculada, que vivía en el edificio de al lado. La vecina la recibió con sorpresa.
—¡Valen! ¿Qué te pasa? Tienes mala cara…
—Inma, ¿puedo entrar? Estoy hecha polvo.
—Claro, pasa. ¿Quieres un té?
Se sentaron en la cocina. Valentina le contó sus preocupaciones, e Inmaculada escuchó, moviendo la cabeza de vez en cuando.
—Oye, ¿y no has ido a su casa? —preguntó al final.
—¿Cómo voy a ir? No tengo llaves. Y además, no está bien presentarse sin avisar…
—¿Y qué? ¡Eres su madre! Ve, llama a la puerta. Quizá está enfermo, con fiebre, y por eso no llama.
—¿Y si no está?
—Pues preguntas a los vecinos. La gente entiende, saben lo que es el corazón de una madre.
Valentina lo pensó. La idea tenía sentido, aunque también le daba miedo. ¿Y si Gonzalo no estaba solo? ¿Si tenía a alguien y no se lo había contado? Sería un momento incómodo.
—Inma, ¿no será mejor esperar? Quizá mañana llame.
—Valen, tú misma lo dices: tres días sin una palabra. No es propio de él. Más vale asegurarse de que está bien que darle vueltas a la cabeza.
Esa noche, Valentina no se atrevió a ir. Se acostó, pero el sueño no llegaba. Dio vueltas en la cama hasta el amanecer, pendiente de cualquier ruido. ¿Y si sonaba el teléfono? Pero el aparato seguía en silencio.
A la mañana del cuarto día, ya no pudo más. Se arregló y salió hacia la dirección que conocía de memoria. Gonzalo vivía en un barrio nuevo, en un bloque de nueve plantas. Valentina subió al quinto piso, se detuvo frente a la puerta y respiró hondo.
Pulsó el timbre. Silencio. Esperó y lo volvió a intentar. Algo se movió al otro lado, se oyeron pasos.
—¿Quién es? —la voz de su hijo, ronca, cansada.
—Gonzalo, soy yo, mamá.
Una pausa larga. Luego sonaron los cerrojos, la puerta se entreabrió. Gonzalo estaba en zapatillas y una camiseta arrugada, sin afeitar, con la cara demacrada.
—¿Mamá? ¿Qué pasa?
—¡Hijo mío! —Valentina dio un paso hacia él, quiso abrazarlo, pero él retrocedió.
—Pasa —refunfuñó, y se dirigió al salón.
El piso estaba desordenado. Platos sucios en la mesa, latas de cerveza vacías, un cenicero lleno de colillas. Gonzalo no fumaba, pero debía haber tenido visitas. En el sofá, sábanas arrugadas.
—Hijo, ¿qué te pasa? Estoy preocupada, tres días sin llamar…
Gonzalo se dejó caer en el sillón, se pasó la mano por la cara.
—Mamá, ahora no es buen momento para hablar.
—¿Cómo que no? ¿Estás enfermo? ¿Tienes fiebre? —Valentina intentó tocarle la frente, pero él la apartó.
—No estoy enfermo. Es que… —calló, mirando por la ventana.
—¿Qué pasa? Gonzalo, me estás asustando.
Su hijo guardó silencio un rato, hasta que al fin habló, sin mirarla:
—Me han despedido del trabajo.
—¿Cómo? ¿Por qué?
—Choqué la furgoneta. Fue culpa mía. Ahora encima tengo que pagar los daños.
Valentina se sentó al borde del sofá. Muchas cosas cobraban sentido: el silencio, el desorden, esa mirada perdida.
—Hijo, ¿por qué no me lo dijiste? ¿Crees que te habría regañado?
—¿Para qué? Lo he echado todo a perder. El trabajo, mi reputación… Ahora sin dinero, ni siquiera puedo pagar la hipoteca. —La voz se le quebró.
Valentina se levantó, se acercó a él y le cogió la mano. Esta vez no la apartó.
—Gonzalo, ¿y eso es una tragedia? Encontrarás otro trabajo, todo se arregla. Lo importante es que estás bien.
—Mamá, no lo entiendes. Tengo treinta y cinco años y estoy como un crío: sin familia, sin dinero, sin un oficio decente. Solo deudas.
—Pero tienes una madre que te quiere. Y buenas manos, siempre encontrarás algo.
Gonzalo sonrió con amargura:
—Buenas manos… Si las tuviera, no habría chocado.
—Cuéntame qué pasó.
Su hijoSu hijo respiró hondo antes de hablar: “Fue culpa mía, mamá, estaba distraído pensando en lo inútil que me sentía desde aquella discusión…”.







