Tres días en silencio

**Tres días sin llamar**

Valentina García, por cuarta vez esa mañana, se acercó al teléfono, levantó el auricular, escuchó el tono y lo volvió a colgar. El aparato funcionaba bien, así que el problema no era técnico. Miró el reloj: las diez y media. Normalmente, Antonio llamaba a las nueve en punto, en cuanto llegaba al trabajo, pero hoy llevaba tres días seguidos sin dar señales de vida.

—¿Estará enfermo? —murmuró mientras limpiaba el polvo de la mesita del teléfono—. ¿O lo habrán mandado de viaje sin avisar?

Pero su hijo siempre le avisaba de los desplazamientos con antelación, era su pacto no escrito. Valentina se sirvió un té, pero le supo amargo, aunque había echado el azúcar de siempre. Se sentó junto a la ventana y se puso a observar el patio. La vecina, Pilar López, tendía la ropa mientras tarareaba una cancioncilla alegre. *Ella sí que tiene suerte*, pensó. *Sus hijos llaman a diario y los nietos vienen los fines de semana. Y Antonio…*

El teléfono sonó de repente, estridente. Valentina se lanzó hacia él, casi tirando la silla.

—¡Diga! ¿Antonio?

—Perdone, se habrá equivocado —contestó una voz femenina desconocida.

—Ah, disculpe…

Colgó lentamente. El corazón le latía con fuerza en la garganta. *Vaya, cómo me he alterado por una simple llamada.* Volvió a la ventana, pero ya no podía concentrarse en el ir y venir del vecindario. Las ideas se le embrollaban, una peor que la otra.

Antonio trabajaba como conductor para una empresa de transportes, recorriendo la provincia y a veces más lejos. *¿Y si ha tenido un accidente?* En las noticias no paraban de hablar de siniestros en la carretera. Valentina se levantó de un salto y empezó a pasear de un lado a otro de la habitación. Las manos le temblaban cuando volvió a descolgar y marcó el número de su hijo.

—El abonado al que llama no está disponible —respondió la voz automatizada.

—Dios mío, ¿qué habrá pasado? —susurró.

Recordó la discusión que habían tenido hacía una semana. Una tontería, una nimiedad. Antonio había ido a visitarla y ella empezó a preguntarle por su vida sentimental, cuándo pensaba casarse, por qué lo seguía retrasando. Su hijo frunció el ceño y le dijo que aún no era el momento, que primero necesitaba estabilizarse. Pero ella insistió, como siempre, argumentando que a los treinta y cinco años ya debería tener una familia.

—Mamá, por favor, déjalo —había respondido Antonio, exhausto—. Ya tengo suficientes problemas como para encima…

—¿Qué problemas? Si en el trabajo te va bien, tienes piso, coche… ¿Qué más necesitas?

—Que me entiendas —masculló antes de marcharse antes de lo habitual.

Valentina se había enfadado y pasó toda la tarde dándole vueltas. Ahora se arrepentía de cada palabra. *¿Y si Antonio está resentido y por eso no llama?* Aunque no, su hijo no era rencoroso, eso lo sabía bien.

Para la hora de comer, la angustia ya era insoportable. Valentina se vistió y fue a casa de Pilar, que vivía en el portal de al lado. La vecina la recibió con sorpresa.

—¡Valentina! ¿Qué te pasa? Tienes mala cara…

—Pilar, ¿puedo pasar? Estoy hecha un lío.

—Claro, pasa. ¿Quieres un té?

Se sentaron en la cocina. Valentina le contó sus preocupaciones y Pilar la escuchó, moviendo la cabeza de vez en cuando.

—Oye, ¿y no has ido a su casa? —preguntó al final.

—¿Cómo voy a ir? No tengo llaves. Además, no está bien presentarse sin avisar…

—¿Y qué más da? ¡Eres su madre! Ve, llama a la puerta. A lo mejor está enfermo, con fiebre, y por eso no ha llamado.

—¿Y si no está?

—Pues preguntas a los vecinos. La gente entiende, saben lo que es el corazón de una madre.

Valentina lo pensó. La idea tenía sentido, aunque también le daba miedo. *¿Y si Antonio no está solo?* A lo mejor tenía compañía y no le había dicho nada. ¡Qué vergüenza!

—Pilar, ¿no será mejor esperar? Quizá mañana llame…

—Valentina, tú misma dices que lleva tres días en silencio. Eso no es normal. Más vale asegurarte de que está bien que seguir dándole vueltas.

Esa noche, Valentina no se decidió a ir a casa de su hijo. Se acostó, pero no podía dormir. Dio vueltas en la cama hasta el amanecer, atenta a cualquier sonido. *¿Y si suena el teléfono?* Pero el aparato permaneció mudo.

A la mañana del cuarto día, no pudo aguantar más. Se arregló y se dirigió a la dirección que conocía de memoria. Antonio vivía en un barrio nuevo, en un bloque de nueve plantas. Valentina subió al quinto piso y se detuvo frente a la puerta, tomando aire.

Pulsó el timbre. Silencio. Esperó y volvió a llamar. Tras la puerta se oyó un ruido, pasos.

—¿Quién es? —preguntó la voz de Antonio, ronca y cansada.

—Antonio, soy yo, tu madre.

Una larga pausa. Luego, el ruido de los cerrojos y la puerta se entreabrió. Antonio apareció en zapatillas y camiseta arrugada, sin afeitar, con el rostro demacrado.

—¿Mamá? ¿Qué pasa?

—¡Antoñito! —Valentina dio un paso hacia él, quiso abrazarlo, pero él retrocedió.

—Pasa —gruñó, y se dirigió al salón.

El piso estaba hecho un desastre. En la mesa había platos sucios, latas de cerveza vacías y un cenicero lleno de colillas. Antonio no fumaba, pero debía de haber recibido visitas. En el sofá, sábanas arrugadas.

—Hijo, ¿qué te pasa? Estaba preocupada, llevas tres días sin llamar…

Antonio se dejó caer en el sillón y se pasó la mano por la cara.

—Mamá, ahora no es buen momento para hablar.

—¿Cómo que no? ¿Estás enfermo? ¿Tienes fiebre? —Valentina intentó tocarle la frente, pero él la apartó.

—No estoy enfermo. Es que… —calló, mirando fijamente por la ventana.

—¿Qué pasa? ¡Antonio, me estás asustando!

Su hijo guardó silencio un buen rato, hasta que finalmente habló, sin mirarla:

—Me han despedido.

—¿Cómo que despedido? ¿Por qué?

—Choqué con la furgoneta. Fue culpa mía. Ahora tengo que pagar los daños.

Valentina se sentó al borde del sofá. Muchas cosas cobraron sentido: el silencio, el desorden, aquel aspecto desalentado.

—Antoñito, ¿por qué no me lo dijiste antes? ¿Crees que te habría regañado?

—¿Para qué decirlo? Lo he estropeado todo. El trabajo, mi reputación… No tengo dinero, no puedo pagar la hipoteca. —Su voz se quebró.

Valentina se levantó, se acercó a él y se sentó a su lado. Esta vez no se apartó cuando ella le cogió la mano.

—Antonio, ¿y eso qué importa? Encontrarás otro trabajo, todo se arreglará. Lo importante es que estás sano.

—Mamá, no lo entiendes. Tengo treinta y cinco años y estoy como un crío: sin familia, sin dinero, sin un oficioAntonio sonrió por primera vez en días y, agarrando su teléfono, marcó el número de su amigo del taller mientras su madre le servía otro café, segura de que, como siempre, hasta la tormenta más fuerte acaba dejando paso al sol.

Rate article
MagistrUm
Tres días en silencio