Tres cosas junto al mar

Tres cosas junto al mar

Marina llegó a la casa alquilada junto al mar con una sola maleta. Dentro solo había tres cosas: un viejo jersey de su padre que olía a jabón de pastilla y a recuerdos, un carrete sin revelar con nueve fotos y una pegatina que decía “para después”, y una carta. Sellada. No estaba escrita en su letra. Un sobre grueso con una franja azul en el borde, como una intonación ajena en una frase familiar.

La casa era sencilla, chirriante, con la pintura descascarillada. Un porche inclinado, el olor a madera húmeda y un silencio que ni siquiera la radio lograba romper. Todo allí era ajeno, pero de una manera honesta. Sin turistas, sin prisas—solo febrero, el aire salado y largas pausas. La casa parecía callar con ella, sin imponerse, simplemente estando cerca. Como una persona sin consejos, pero con un hombro para apoyarse.

Después del funeral de su madre, Marina no pudo quedarse en su piso de siempre. Cada objeto gritaba—la manta, la cazuela, el interruptor, incluso la luz de la mañana. Todo estaba impregnado de su voz. Todo resonaba con su ausencia. Y Marina se marchó—no para huir, sino para desaparecer un tiempo, sin perder del todo quién era.

La carta estaba en una vieja cajita que su madre le había dado justo antes de irse. *”Ábrela cuando puedas”*, le dijo, mirándola fijamente. Sin ruegos, sin reproches—solo una mirada llena de significado. Marina no pudo. No al principio. Ni al día siguiente, ni una semana después. Solo sostenía el sobre cerca—lo tomaba, lo volvía a guardar. Como si el peso del papel pudiera decirle cuándo sería el “ahora”.

El mar no calmaba. Golpeaba la orilla con insistencia, casi con rabia. Rugía como una pregunta sin respuesta. Marina caminaba junto al agua—el abrigo se mojaba, las botas crujían, la sal se quedaba en su piel. Quería vaciarse—no pensar, no sentir. Solo caminar. Hasta que el corazón latiera más despacio.

Al tercer día, tomó la vieja cámara de fotos. Lenta, como si fuera la primera vez. Ajustó el objetivo como si estuviera aprendiendo a vivir de nuevo. Hizo ocho fotos: piedras, un cristal roto, una bota solitaria, su reflejo en un escaparate—pelo revuelto, ojos cansados. El noveno disparo quedó sin usar. Apuntó al mar—y lo guardó. Todavía no.

Por la tarde, lavó el jersey. Ese—áspero, pesado, familiar. Mientras el agua hervía en el hervidor, se quedó en la cocina, escuchando los crujidos de las paredes y su soledad, que llenaba la habitación. Y de pronto—lo decidió. Sacó la carta. Rompió el borde. El papel crujió fuerte, como hielo bajo los pies.

*”Marina. Si lees esto, es que he conseguido decírtelo. Siempre dijiste que no querías saber quién era tu padre. Pero te dejo elegir. En el sobre está su contacto. Él no supo de ti. Pero tienes derecho. Sé que entenderás para qué es ahora. Incluso si no vas más allá.*

*Con amor. Mamá.”*

Un teléfono. Un nombre. Solo una línea. Pero en ella—un mundo entero, ajeno y familiar a la vez. Un mundo con palabras, miradas y pasos que nunca había conocido. Todo se volvió posible. Y todo—aterrador.

Marina se quedó junto a la ventana hasta la noche. El té se enfrió. La nieve caía sobre la arena, como queriendo acallar el mar. Pero este seguía rugiendo. Fuerte. Terco. Como la voz interior que no calla.

No llamó. No por miedo. Porque no estaba lista para escuchar.

Pero por la mañana, hizo la novena foto. De sí misma. Con el jersey puesto. Con la carta en la mano. La luz era suave, como si todo alrededor entendiera: este era un momento importante. Miró al objetivo—no para recordar. Sino para soltar.

Y después salió hacia el mar. Ya sin esconderse. El viento le golpeaba en la cara, se colaba bajo el cuello. Pero siguió caminando. Dejando huellas. Pesadas. Reales. Suyas.

A veces, tres cosas son todo lo que necesitas para entender: estás aquí. Estás viva. Y puedes elegir qué hacer después.

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Tres cosas junto al mar