Tres cartas sin remitente

Tres cartas sin remitente

El aire estaba quieto, sin un soplo de viento, sin el susurro de las hojas ni el canto de los pájaros, como si la naturaleza misma hubiera detenido su aliento. La gente también permanecía en silencio alrededor del ataúd abierto y la tumba recién cavada. Lucía sostenía a su padre del brazo. Él, desconcertado y encorvado, miraba fijamente a su madre.

Un poco apartados estaban los amigos de sus padres: Margarita y su esposo Vicente. Lucía los conocía desde niña y siempre los había llamado por sus nombres. Margarita se secaba las lágrimas con un pañuelo, mientras Vicente miraba más allá del ataúd, hacia la distancia. Frente a ellos, tres compañeras de trabajo de su madre, con la nariz enrojecida y los ojos hinchados. Y otras personas que Lucía nunca había visto. Pero si estaban allí, era porque habían conocido a su madre.

Ya nadie se acercaba a despedirse ni a dar el pésame. Todos lo habían hecho en la funeraria. Solo esperaban el final de la ceremonia.

Lucía encontró con la mirada a los dos sepultureros. El que parecía estar a cargo le preguntó con la mirada: «¿Empezamos?». Ella asintió levemente. Era hora. Los hombres tomaron la tapa del ataúd, apoyada contra un árbol, y se acercaron.

“¿Todos se han despedido? La cerramos”, dijo el sepulturero.

Pero entonces, una voz tranquila pero firme resonó:

“¡Esperen!”

Todos giraron la cabeza hacia quien había hablado. Un hombre alto, de hombros anchos, vestido con un abrigo negro y un sombrero de ala ancha, se acercó al ataúd. Los sepultureros esperaron mientras él colocó dos rosas blancas y cubrió las manos de su madre con las suyas, como si intentara calentarlas. Permaneció así unos minutos mientras los demás lo observaban, preguntándose quién era. Uno de los sepultureros tosió, apurándolo. El desconocido retiró su mano y se apartó. Finalmente, cerraron el ataúd, lo bajaron a la tumba y Lucía fue la primera en arrojar un puñado de tierra.

Mientras los sepultureros terminaban su trabajo, Lucía buscó al hombre del sombrero, pero había desaparecido. Cuando colocaron la cruz y los ramos de flores sobre la tumba, la gente comenzó a salir del cementerio. Lucía y su padre se quedaron un momento más, solos.

“Papá, vamos”, dijo ella, y él la siguió en silencio.

Durante el camino, Lucía no dejaba de pensar en aquel hombre. Había llegado sin hacer ruido y se había esfumado igual. Solo recordaba su barbilla afeitada y unas gafas, aunque ni siquiera estaba segura de eso.

El funeral se celebró en un café cercano a su casa. Lucía no tenía hambre. Solo quería que todo terminara. Cuando finalmente todos se fueron, ella y su padre fueron los últimos en salir. Lucía llevaba el retrato de su madre enmarcado, igual al que habían dejado en la tumba.

“¿Cómo estás?”, le preguntó a su padre.

Él solo asintió.

“Papá, ¿quién era ese hombre que se acercó al ataúd?”, preguntó.

“¿Cómo voy a saberlo?”.

Le pareció detectar irritación en su voz. Caminaron en silencio hasta casa. El olor a medicamentos y enfermedad aún flotaba en el aire, a pesar de haber dejado las ventanas abiertas.

Su padre se acostó en el sofá y cerró los ojos. Lucía lo cubrió con una manta y se sentó a su lado.

Miró hacia la habitación donde su madre había pasado sus últimos días. “Descansó”, repitió para sí las palabras que tantos habían dicho en el funeral. Todos habían descansado: su madre, de la enfermedad agotadora; Lucía, de la angustia y el miedo constante; su padre, de la impotencia de no poder hacer más.

Las lágrimas brotaron. Se refugió en la cocina, apoyó la cabeza sobre los brazos y lloró en silencio.

Con el tiempo, el dolor se atenuó. Retiró todo rastro de la enfermedad de su madre. Seguía yendo a la universidad, pero se sentía vacía y sola.

Su padre apenas hablaba, arrastraba los pies como un anciano. A Lucía le irritaba su silencio y su actitud derrotista. ¿Acaso ella no sufría también? Había perdido a su madre y ahora cargaba con todas las responsabilidades de la casa.

“Papá, ¿qué hacemos con la ropa de mamá? A mí no me queda”, preguntó un día, solo para romper el silencio.

“No lo sé. Dónala a alguien”.

Fácil decirlo, ¿pero a quién? Un fin de semana decidió ordenar las pertenencias de su madre. Separó lo que estaba en buen estado y tiró lo viejo. No sentía pena, solo incomodidad.

En una caja de zapatos encontró unos zapatos blancos de tacón, casi nuevos. No tuvo corazón para tirarlos. Al intentar guardarlos, descubrió tres sobres amarillentos, con más de veinte años. Dos dirigidos a su madre, con un mes de diferencia, y el tercero dos años después. Ninguno tenía remitente.

¿Por qué los había guardado allí? ¿Por qué no los destruyó? Leer cartas ajenas estaba mal, pero su madre ya no estaba. Quizás el autor tampoco.

No podía ignorarlos. Si hubieran sido un secreto peligroso, su madre los habría quemado. Tal vez los dejó allí para que alguien los encontrara. Al fin y al cabo, no estaban tan bien escondidos.

Dedujo que su madre quiso que los leyera. No podía saber que los zapatos no le quedarían. Sin más dudas, abrió el primer sobre.

*…Eres mi felicidad. Apenas me fui y ya te extraño, no encuentro paz… Gracias por haber estado en mi vida. Pienso en ti constantemente, te amo…*

Claro. La carta de un hombre enamorado que se había despedido de su amada.

El segundo sobre decía:

*…Lo temía, pero era inevitable. Gracias por decírmelo. ¿Qué vas a hacer? Sabes que estoy casado, nunca lo oculté. Tengo dos hijos… No los abandonaré, no puedo, no tengo derecho. Eres joven y hermosa, tienes toda la vida por delante. No estarás sola, encontrarás a alguien… Pero tú decides. Si lo tienes, avísame y te enviaré dinero. No lo devuelvas por orgullo. Es lo mínimo que puedo hacer. Perdóname…*

Y luego palabras de amor, nostalgia por el tiempo perdido y lo tarde que se habían conocido.

El tercero decía:

*…Sé que soy culpable, no lo niego. Pero ¿qué puedo hacer? ¿Llamaste a tu hija Lucía? Me voy. No sé cuándo volveré, ni si volveré… ¡Vive! ¡Eres libre! No me esperes ni me recuerdes. Será mejor así. Prométeme que guardarás nuestro secreto. Quema estas cartas. Gracias por haber estado en mi vida…*

Ninguna tenía firma, solo una marca con forma de pájaro al final.

Entonces, su padre no era su verdadero padre. Había otro. Su madre había amado a alguien antes y de ese amor había nacido ella. Una historia de secretos. Quizás ese hombre era importante, por eso no firmaba. Pero había dejado su marca: un pájaro. ¿Por qué su madre no quemó las cartas? ¿No pudo? ¿Lo olvidó?

“¿Y ahora qué hago con esto? Sin estas cartas, nunca habría sabido que mi padre no es mi verdadero padre. Pero da igual. Él es mi familia. Siempre estuvo ahí: cuando me enfermé, cuando me regañó por fumar a escondidas… Ese otro, el desconocido, abandonó a mamá y nunca se preocupó por nosotras”.

Guardó las cartas bajo su ropa interior. Su padre jamás las encontraría.

Y años después, cuando el tiempo hubo borrado sus dudas pero no su memoria, Lucía comprendió que algunos secretos, como las cartas escondidas en una caja de zapatos, solo sirven para recordarnos que el amor verdadero no necesita palabras ni firmas.

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