Tres años después de divorciarme del hombre que me dejó por mi amiga del colegio, nos cruzamos en una gasolinera y no pude evitar sonreír.
Mi marido me abandonó tras un aborto por culpa de esa misma amiga. Tres años más tarde, el destino quiso que los encontrara en ese lugar y, al verlos, sentí una paz que no esperaba.
Cuando mi marido empezó a distanciarse, acudí a mi mejor amiga en busca de consuelo. Me dijo que estaba exagerando. Pero no era así. Con el tiempo, la vida me mostró las consecuencias de su traición. Siempre pensé que las infidelidades eran cosas que solo ocurrían en las telenovelas o en chismes de sobremesa. Nunca a mí. Jamás a nosotros. Cinco años construyendo una vida juntos, Lucas y yo. No era lujosa, pero era nuestra: tardes de películas en el sofá, mañanas de domingo en cafeterías, risas que solo nosotros entendíamos. Y siempre estaba Lucía, mi hermana de corazón, mi compañera en todo, incluso en mi boda, a mi lado como testigo, apretándome la mano y llorando de felicidad.
Cuando quedé embarazada, creí que era un capítulo más de nuestra felicidad. Pero Lucas cambió. Primero fueron pequeñas cosas: más horas en el trabajo, sonrisas que no llegaban a sus ojos. Luego empeoró. Dejó de mirarme. Las conversaciones se volvieron frías. Por las noches, me daba la espalda como si yo no existiera. No entendía nada. Agotada, intentaba arreglar lo que se rompía entre nosotros. Hasta que un día llamé a Lucía.
No sé qué le pasa susurré al teléfono, acurrucada en la oscuridad mientras Lucas dormía a mi lado. Siento que ya se ha ido.
Elena, siempre dramatizas todo respondió ella con dulzura. Te quiere. Solo está estresado.
Quise creerle. Pero las noches en vela, la angustia, la soledad dentro de mi propio matrimonio, me destrozaban. Hasta que una mañana desperté con un dolor sordo en el vientre. Esa misma tarde, en el hospital, vi los labios del médico moverse, pero no escuché nada. No había latido. No había bebé.
Dicen que el dolor llega en oleadas. El mío fue un alud. El aborto me aplastó, pero Lucas ya estaba perdido. Se sentó a mi lado en el hospital, frío, callado, sin tomar mi mano, sin una palabra de consuelo. Como alguien esperando el autobús, no lamentando la pérdida de un hijo. Un mes después, por fin pronunció las palabras que debía llevar semanas ensayando:
Ya no soy feliz, Elena.
Y eso fue todo. Sin explicaciones, sin emociones. Palabras vacías.
El día que Lucas se marchó, no hubo gritos ni lágrimas. Solo silencio helado.
No soy feliz repitió.
Yo parpadeé, sentada frente a él en la cocina. Sus palabras pesaban como una losa.
¿Qué? tembló mi voz.
Él suspiró, frotándose la sien como si yo fuera el problema.
Es que ya no siento nada. Hace tiempo.
Tragué saliva.
¿Desde que perdimos al bebé?
Su mandíbula se tensó.
No es por eso.
La mentira fue casi ridícula. Lo miré, buscando algoarrepentimiento, culpa, cualquier emoción. Pero solo estaba ahí, sin levantar la vista.
¿Y ya está? ¿Cinco años y te vas así? mis puños se apretaron bajo la mesa.
Volvió a suspirar, esta vez con fastidio.
No quiero discutir, Elena.
Reí, ese tipo de risa que surge cuando estás al borde del abismo.
Ah, no quieres discutir. Qué gracioso, porque yo no tuve elección.
Se levantó, cogió las llaves. Antes de que pudiera decir algo más, la puerta se cerró de golpe.
Lucía, mi mejor amiga, pronto lo siguió. Fue mi apoyo, mi salvavidas. Hasta que desapareció. No contestó llamadas, ignoró mensajes. Luego me bloqueó en todas partes.
No lo entendí hasta que lo entendí.
Mi madre fue la primera en enterarse. Una noche me llamó, su voz tensa.
Elena, cariño mira esto.
Me envió un enlace al Instagram de Lucía.
Y allí estaban.
Lucas y Lucía. Abrazados en la playa, riendo como si llevaran años enamorados. Deslicé el dedo, las manos temblando. Foto tras foto, semana tras semana. Restaurantes caros, estaciones de esquí, veladas románticas junto al fuego. Ella las subía sin pudormientras yo seguía siendo su esposa legal.
La traición me quemó como ácido. Pero si creyeron que me derrumbaría, se equivocaron. Convertí mi dolor en fuerza. Lucas fue descuidado, demasiado ocupado viviendo su fantasía. En el divorcio, su infidelidad fue mi arma. Me quedé con la casa, la mitad de sus ahorros y la satisfacción de verlo empezar de cero. Él me robó la confianza. Yo tomé lo que me correspondía.
Empezar de nuevo no fue fácil. Pero la vida recompensa a los que resisten.
Un año después, conocí a Javier.
Era todo lo que Lucas no fue: amable, atento, sincero. Nunca fingió que mis sentimientos eran demasiado. Construimos una vida real, no un escaparate para redes sociales. Y al poco, nació nuestra hijami copia con su sonrisa.
Y entonces, el destino me regaló el mejor final.
Una tarde, paré en una gasolinera. Y allí los vi.
Lucas y Lucía.
Pero ya no había ropa cara ni fotos perfectas. Su coche era una ruina, discutían en la tienda, un niño lloraba, la cuenta no llegaba.
¿En serio no tenemos ni para gasolina? sollozó Lucía.
Sabías cómo estaban las cosas gruñó Lucas.
Ella soltó una risa amarga.
Creo que Elena salió ganando en esta historia.
Arranqué el coche y me fui a casa. A mi verdadera felicidad.
La vida tiene una forma curiosa de equilibrar las cosas. A veces, el mayor triunfo no es vengarse, sino seguir adelante y dejar que el tiempo ponga a cada uno en su lugar.






